Formol semántico
En tiempos de trompetas apocalípticas oídas en todos los palacios del reino, la unidad sigue siendo un activo de seguridad, lo contrario del miedo. En este panorama la lengua se convierte en camuflaje. Son los hechizos de la semántica, con sus tics clarificadores o no tanto, que la justicia poética –¿habrán de redactarse las sentencias en verso rimado?- se convierte en manifestación suprema del eufemismo. Tiempo de eufemismos. Y de todas las figuras retóricas y de otras calañas, como el oxímoron –la clásica contradictio in terminis latina-, el oxímoron supremo de los nuevos tiempos, “la nueva normalidad”. Desde los diversos y bien pagados Departamentos de las Palabras Vacías han iniciado una escalada, o desescalada, para asegurarse muy bien de que las palabras digan poco o nada. Mejor así, misterio sin misterio, continente sin contenido.
Es cierto que la realidad inesperada está generando nuevas palabras, que, a pesar de las circunstancias, nos enriquecen. Este es el proceso normal de la lengua, que la hace o asume el pueblo, a pesar del advenedizo/advenediza que quiere no solo controlar, también imponerla, incluso en asuntos baladíes y en tiempos que requieren otras actitudes. El Ministerio de la Palabrería, uno de los búnkeres de los Sistemas, quiere todo bajo su control, sin darse cuenta, seguramente, del devenir heraclitano; quiere mantener en formol la lengua, la semántica en concreto, sin tomar conciencia de los riesgos que asoman por las ventanas de los palacios: me vienen a la memoria los también tiempos de eufemismos sobrevenidos a raíz del Crac del 29, crisis también conocida como la Gran Depresión: eufemismos de palabras, gestos y símbolos que condujeron a actitudes y comportamientos. La palabra tiene mucho poder, mucha fuerza, es verdad, pero si no responde al principio de verdad que se le debe suponer, puede convertirse en referente de sometimiento, que se repite como mantra de lo que se ha dado en llamar políticamente correcto frente a lo lingüísticamente correcto. Y si no, cerca están las calderas de Pedro Botero.
Uno empieza a tener la sensación, y permítanme la licencia, de que desde el Ministerio de la Palabrería se pretende suplantar al director de la Academia (¿acaso el Academio?), con buen sueldo, claro, y un despacho amplio. Buen lugar para hacer navegar algunas palabras en pompas de jabón y perseguir a otras con escopeta de perdigón. En este singular y alocado patio de Monipodio parece que todo fuera posible.