Hay duelos y duelos
España entera, como una sola familia, está de duelo. Lo dicen los rostros, a media asta las banderas, el enorme lazo negro, las campanas que encuerdan. Cesó el confinamiento, llegaron las urnas misteriosas, enigmáticas y con ellas llegó el tiempo del llanto y las lágrimas, los recuerdos y los duelos. Treinta mil hogares lloran, besan, rezan y abrazan a los que ya se fueron. Así está España, o al menos así la vemos desde el extranjero. Lutos en lo más profundo del corazón por los que con tanta premura, y sin despedirse, partieron: estremecedores han sido los toques de silencio, miles de coronas y encubiertos ramos de flores; solemnes y cantadas misas de réquiem; responsos en los cementerios con divinas palabras del profeta y rey, un maltratador arrepentido; subió el incienso a los cielos, y bendita agua de primavera bajó sobre los campos de junio. España se ha vestido de luto en lugares oficiales y palacios, y de rojo y gualda han pintado nuestros barcos las aguas del mar. Luce el lazo negro que hermana en el dolor a todas las regiones, a todos los credos y a todas las familias.
Todos sufrimos y nos acompañamos, los cerca y los de lejos. Son tiempos de duelo y dolor, y en muchos hogares de hambre y sed de trabajo, y quien quita que, en algunos otros, de hambre de pan, y sed de lo más necesario para sobrevivir y mantener con dignidad y en alto la cabeza.
Mientras el pueblo entero se debate en un duelo por sus muertos, algunos políticos, con chulería y prepotencia, y como perros rabiosos, se baten en duelos verbales que encienden en el pueblo pasiones e inconfesables odios del pasado.
Esta segunda acepción, es la que, algunos de nuestros gobernantes, «los Padres de la Patria», que soportan el duelo con nosotros, con la España sufrida, están practicando ahora en el Congreso y en el Senado —en nuestra propia Casa, la Casa de todos los españoles—. Vergonzosos duelos de palabras, gestos y miradas que —como estoques o balas —, hieren, duelen, emponzoñan y malmatan, no solo al rival, sino a todo bien nacido. Hieren la armonía y la convivencia, emponzoñan la palabra, y socaban la paz y la esperanza.
Fueron los viejos parques madrileños, los que de amanecida contemplaron los ya olvidados duelos a pistola o sable. Fueron mis ojos de niño los que, atónitos vieron, al médico, pistola en mano, y al viejo soldado de África, embrazado con un angazo, insultarse, amenazarse y retarse a un duelo tras las tapias del cementerio. Fueron mis oídos de niño los que oyeron, en el inicio de la década de los cincuenta, hablar del duelo mortal que sostenían Girón y sus camaradas con la Guardia Civil. Y no van tantos años, porque todavía vivo para contarlo.
Nuestra España, desde el comienzo del siglo pasado, se vistió de duelo por muchos años. Los duelos que nos provocó la vida, y los duelos que nos fuimos provocando los unos a los otros: insultos, amenazas y venganzas, de palabra primero, y que luego pasaron a la acción en guerras, fuera y dentro de la Patria. Todo esto nos recuerda todavía a muchos, la triste lectura del libro Las Cortes errantes del Frente Popular, de Gutiérrez Ravé, que, mientras el pueblo se moría de hambre, los padres de la patria, impecablemente vestidos y bien alimentados, jugaban en el Congreso al duelo, con rebuscadas artimañas verbales, cargadas de epítetos de mal gusto o interminables circunlocuciones, para ver quién tenía más chispa en el infantil y grotesco artificio de insultar y humillar. Después, tristemente, vino lo que vino.
Ya nunca más, «esta España blanca, esta España negra». «Mi querida España. Esta España mía. Esta España nuestra», porque lo que hoy, entre otras muchas cosas, hemos de hacer juntos, es hacer una reflexión humana profunda, humilde y sabiamente becqueriana: ¡Ay!, pensé; cuántas veces el genio/ así duerme en el fondo del alma/ y una voz como Lázaro espera/ que le diga «levántate y anda»!
Porque son espíritus valientes, fuertes y decididos —no lenguas como espadas de doble filo— los que hoy necesitamos para emprender y seguir el arduo camino de la reconstrucción de España y su unidad, respetando siempre la fraterna y noble diversidad.