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Yo he visto a las mejores mentes de una generación posterior a la mía perseguir pokémons con el móvil en vez de cazar murciélagos con una chaqueta bajo la farola del último verano. Así que cómo me van a extrañar las algas como tapa, los palillos de plástico o las cuarentenas de setenta días. Y si las cito no es porque me inquiete el rumbo que está tomando nuestra civilización, sino el del Barrio Húmedo. Uno siempre preocupado por lo más cercano, que el hombre será un lobo para el hombre pero yo bastante tengo con evitar los mordiscos del perro de mi vecino en el ascensor.

Una persona más normal que corriente es aquella que se inquieta por lo que ocurre en el salón de su hogar antes que por lo que pasa en la casa de los vecinos. Esto, que a menudo se olvidaba mientras habitamos una globalización televisada, tiene un reflejo proporcionado en los diarios, que emplean más páginas en dar noticias locales que en la descripción de desgracias lejanas, que siempre son un poco ajenas por definición. Por definición, distancia y porque no se puede saber de todo: si ignoramos dónde está el mar de Esmirna, como para conocer quién es el delantero centro del Galatasaray.

Aunque el concepto de «local» tiene sus matices y nunca está muy claro, nunca falta un lince que salga con eso de hay qué ver cuánto nos preocupa lo nuestro y qué poco lo de los demás, porque se considera ciudadano del mundo, que es poco más o menos como declararse vecino de Andrómeda, aunque se pague el IBI en el pueblo de Cuadros. La política internacional, que entra en contacto con la historia mientras está ocurriendo, tiene el defecto de que no nos implica como vecinos, nada más como humanos.

No es por determinismo ni falta de sensibilidad. Que nos interese más dónde pone el radar recaudatorio el ayuntamiento que un terremoto en la India, con ser triste, es muy humano. Será egoísta, pero es un egoísmo que está en la especie desde las cavernas. Desde mucho antes de la invención de los países, la solidaridad universal y el sentimiento de clase. Aunque si algo nos ha enseñado la pandemia que vino a desglobalizarnos y a enclaustrarnos de sopetón no es que no se puede escribir poesía después del coronavirus, sino que todo nos queda cerca y lejos, según y cómo.