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Quién es el ministro de Cultura? Yo tampoco lo sé. Tengo el recuerdo vago de un señor que de vez en cuando sale en la foto, pero nunca le he oído hablar, con lo que me imagino que eso de trabajar lo dejará para la próxima legislatura. Otra pregunta: ¿Qué potencia cultural mundial pasaría de puntillas ante los ataques contra símbolos universales de la Humanidad? Aunque, a lo peor, es que estamos atrapados en un momento en el que la civilización (ya llamamos así a cualquier cosa) cree que su única posibilidad es la autodestrucción. Como Marinetti, cuando soñaba con incendiar los decorados de una sociedad decrépita para construir algo ¿mejor? -ja- los que creen que la cultura que nos ha traído hasta aquí debe ser derribada, pueden estar a punto de ver que con su alternativa volveremos a la prehistoria. Pero ahí tienen al ministro, sin despeinarse después de que algún snob pedante de la ignorancia arrojara un escupitajo en tinta roja contra el busto de Cervantes al grito de ‘racista’.

Sólo he oído a González Laya, pero el inmatriculado como ministro de Cultura ha debido pensar que la letra escarlata no iba con él. Y todo eso a pesar de que el esclavo de Argel es la mejor marca España que tenemos. Para eso, es preferible hacer lo que el PP, oiga, lo cierra y crea una dirección general. Se lleva menos menos partida presupuestaria y el ahorro lo destina usted a la cultura. ¿Alguien en sus cabales se imagina que la decapitación hubiera mancillado a Víctor Hugo? ¿Qué tal Dickens? Aunque a la vista de lo ocurrido con Indro Montanelli, ya cualquier cosa es posible. A pesar de que parezca que Uribes pasa por ahí, él tiene la clave para que en tiempos del Covid España no divague en la insignificancia. El único lugar en el que no somos irrelevantes es ese espacio con el que hemos liderado las grandes ideas y creaciones de la humanidad. Cervantes cambió la órbita del mundo. Los últimos cuatrocientos años de historia serían diferentes sin la gran historia de derrota que transformó los ejes de la carreta para entrar en la Modernidad. Por primera vez, miramos el rostro del que sufre con compasión.