La edad sagrada
Vivimos en una sociedad enferma. Enferma de soledad, de prisas. Enferma de abusos. Pasa a veces que alguna noticia te revuelve por dentro. De repente la lees y algo te sube desde el estómago. ¿Les ha pasado alguna vez? La de ayer fue en Vigo, donde —¿cómo denominarle?— un hombre ha sido detenido por (presuntamente) abusar de varios menores durante años, entre ellos, sus hijos y su nieta. El parentesco familiar es un añadido a la repulsión de un asunto que ya causa malestar por sí solo, sin necesidad de más detalles.
Cuentan que el sospechoso aprovechaba los fines de semana en los que cuidaba de la niña para cometer esos abusos, los mismos que había cometido con su propia hija años atrás. Y no queda ahí la cosa, sino que hizo lo mismo con su hijastro, que lo confirmó a la policía cuando le preguntaron por el caso. Nunca se lo contó a su madre por miedo. Qué tremendo.
No sólo me pregunto qué ha tenido que pasar por la cabeza de ese hombre de 66 años para hacer semejantes atrocidades. Tampoco me parece lo peor lo que sienta o haya padecido alguien así. Lo que sí me preocupa es el veneno que ha dejado en los demás, que no tienen culpa de sus miserias. De hecho, lo suyo ya se sabía porque le habían denunciado hace seis años por algo similar.
Puede que sus víctimas lleven una vida más o menos normal de cara a los demás, pero esas heridas. la del alma, son profundas, tanto como para trastocar una existencia entera.
La infancia es una etapa de la vida que debería ser sagrada. Ellos, los niños y niñas, son el futuro, serán ellos los hombres y las mujeres del mañana. En su mano —y en la nuestra, por extensión— se sostendrá el mundo que está por llegar y que está mucho más próximo de lo que pensamos. Los abusos son asquerosos a cualquier edad, pero mucho peor cuando se trata de menores, porque ellos, entre otras cosas, no tienen la capacidad de reacción de un adulto. Los abusos trastocarán su vida para siempre y puede que hasta la de las personas de su alrededor. Nuestra obligación como sociedad es cuidarles y protegerles —lo justo— para que el mundo que está por venir sea un poco mejor. Un mundo en el que los abusos a menores sea un mal sueño que ya no exista.