Diario de León

Alberto Flecha

El verano invencible

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Recuerdo que El Verano fue la primera obra que leí de Albert Camus. Una edición pobre y mal cortada que apenas sobrepasaba la palma de mi mano. Lo recuerdo perfectamente porque aquel libro me acompañó muchos días radiantes de las vacaciones de uno de aquellos cursos en la universidad, en aquellos tiempos en los que todavía un título perdido en el caos de una librería de viejo podía ser una promesa tan seductora como los meses que se abrían por delante.

El verano era para mí entonces el imperio despreocupado del sol, pero enseguida descubrí en Camus que en otros tiempos hubo otros veranos donde las nubes se cernían como oscuras amenazas. Aquel hombre al que yo había conocido en manuales de filosofía, con las solapas levantadas y el pitillo cayendo de la comisura de sus labios, regresaba de participar en la guerra más cruenta que había visto el mundo para dejar escritas unas líneas que se abrían paso entre la metralla como afilados rayos de luz.

Recuerdo que en aquellas páginas me contó Camus lo que fue el largo invierno de la guerra. Que, a veces, la razón y la historia, esas que habían llevado a la II Guerra Mundial, pesan tanto como un largo invierno y que es preciso retirarse. Volver los ojos, como él hacía, hacia los yermos paisajes de su Argelia natal y posar la vista en aquellos pueblos sin pasado. Encontrar allí el verano del mundo desandando los caminos de esos mapas tan enmarañados que hoy ya solo encuentran la pesada e imparable razón de su inercia. Camus volvía a sus raíces de Argel, de Orán, de Constantina para dejarse llevar por otros caminos; esos que no tienen más rumbo que el fluir de las gentes en los luminosos mercados, en las plazas blancas, en las playas del Mediterráneo más olvidado, que allí, en aquellos lugares del norte de África, no hay más museos que el espíritu ni más monumentos que el bullir de las conversaciones en el puerto al caer de la tarde.

Aquel librito, a pesar de ser tan endeble y tan frágil, tenía una cubierta teñida de un rojo vivísimo. Quise entender entonces que así era el verano, del color de la sangre que se esconde siempre en nuestro interior con la fuerza de la misma vida. Y hoy, cuando llega este estío extraño, con las negras sombras del invierno asomando en el horizonte, quiero recordar de nuevo a Camus con aquellas palabras que nunca dejaron de resonar en mis oídos repitiéndome que, pese al invierno, siempre nos quedará la fuerza de un verano invencible.

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