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Las abejas no le hincan el diente a ese aglomerado que se vende en frascos con dispositivo de aplicación de crema solar, camuflado como miel; las palomas devuelven al plato el envoltorio del embutido, señal de que no es tripa todo lo que dice ser en la etiqueta. Hace tiempo que una mayoría abrumadora de los seres vivos que habitan junto al hombre, envían señales inequívocas de que el tren va de cabeza al precipicio, sin remisión. Cuando el latigazo este de la pandemia abrió los ojos a la muchedumbre que vivía ciega porque toda cercanía a la cadena alimenticia pendía del anuncio que recrea la vida plácida de las lecherías, mientras los rumiantes recuestan la panza al ritmo contagioso del piano, que hace de la granja un escenario íntimo, con réplica del repertorio de la ópera de Budapest en la temporada de primavera, la gente comenzó a dudar de si la leche se haría carne ya en tetra brik, y el queso se amoldaba al pie de los tranchetes antes de aparecer entre láminas raquíticas de pavo y hojas de lechuga resitentes a la oruga en los emparedados de pan de sándwiches de ternura eterna que suministran las máquinas de snacks de las estaciones de metro. Lo raro es que el coronavirus haya encontrado vida inteligente de la que cebarse en esta invasión sigilosa, incesante, indeleble, con la que ha sometido al mundo libre. Una de las preguntas estrella más recurrente en los tutoriales que guían el regreso apresurado a los campos, es la de si se precisa de un gallo en el rebaño para que las gallinas pongan huevos. No hace dos meses que las autoridades persiguieron el retorno a los huertos por catalogarlo en el capítulo del ocio, como el bingo, el copeteo y el alterne, en la lista de acciones restringidas, mientras se daba respuesta al contagio social. El concepto de soberanía alimentaria va a tener que pasar un par de veces por la trituradora, mientras los parlamentos rebosan de tipos que invocan al rural (qué expresión tan cursi y deplorable) como fórmula de salvación; del mundo y de su escaso bagaje para justificar el sueldo. Cuando las aves rapaces persiguen a las máquinas que siegan el heno y roturan la tierra para procurarse los alimentos, el hombre insiste en untar la tostada con una pasta lubricante que se distingue del plástico por una única molécula. La evolución, le dicen.