La inmunidad real
La manía de pensar que hay que ser inmaculado nos ha impedido progresar. Está bien creer que las hadas existen, pero persistir en la terquedad es de niños malcriados. Ese concepto que usan los que no han leído el Quijote y creen que los españoles compartimos conductas más cercanas al Idiota ya nos ha hecho demasiado daño. Las personas —es un poco sonrojante decirlo , lo sé— no somos ángeles, qué va. Tenemos debilidades, cometemos pecados, sentimos emociones no demasiado recomendables; o sea, somos fiéramente humanos, como decía el poeta. Y los que se rasgan las vestiduras, más aún.
No, no somos inmaculados. Por eso, las instituciones deben ser lo suficientemente fuertes para que no tenga que importarnos. Lo demás no es sino llorar en el desierto para que llueva, creer en los milagros, seguir en la infancia intelectual. Sí, seguimos ahí, creyendo que con una palabra se cambia el destino. Da igual República que Monarquía. En realidad, nunca hemos tenido un sistema republicano tan perfecto como este. Sin embargo, los hay que juegan con emociones surgidas al aliento de la necesidad y defienden, como una diputada hizo ayer, que Felipe VI abdique. ¿Con qué razón? o, mejor ¿con qué consecuencias?
A principios del siglo XX, en los años felices que hicieron que la historia se revolviera de nuevo contra sí misma, un filósofo dijo en Viena que los límites del lenguaje son los límites del mundo. Pues bien, hay tres palabras que han abierto los límites de España durante los últimos 45 años: fraternidad, libertad e igualdad. Y eso, con una monarquía que, ¿de verdad es posible tanta ingenuidad? está representada por alguien falible, humano ¿como vosotros, verdad? Así que, sí, creo que hay que acabar con la impunidad de la Corona y hay que hacerlo cuanto antes, porque el rey no es Lev Mishkin ni tiene por qué serlo, porque no son los partidos políticos los que tienen que ser intransigentes, sino las instituciones, las mismas de las que los inmaculados utilizan en su beneficio.