El virus y la quinta columna
La excepcionalidad de la pandemia nos enfrenta a un hecho de lo más corriente: vivir comporta el riesgo de dejar de hacerlo. Retruécanos aparte, parece confirmarse con la multiplicación de los brotes que, en efecto, el haber apostado por la vida, esto es, por la movilidad, por la diversión, por el trabajo, por las relaciones sociales, por la economía, tras la pequeña defunción colectiva del confinamiento y el estado de alarma, nos ha vuelto a colocar a los pies del virus. La bolsa o la vida. Se trata de una elección diabólica, imposible, pues para vivir, como se sabe, hay que llevar algo en la bolsa para pagar el alquiler o pillar alimentos en el supermercado. Ahora bien; una cosa es que estemos perdidos, rodeados, a merced del azar, y otra, muy distinta, permitir que unos cuantos cafres consigan pasaportarnos antes de tiempo. Si la bolsa se ha de llenar con los aviones, los trenes y los autobuses atestados que transportan, engordan y esparcen el morbo, con los clásicos botellones de críos prematuramente alcoholizados, con los turistas tipo Magaluf de ningún cerebro y vómito fácil, o manteniendo el vergonzoso neoesclavismo de los pobres temporeros que recogen nuestras cosechas, casi mejor que la bolsa mengüe lo que tenga que menguar hasta que escampe. Mejor pobres de pedir que muertos, o, si vivos, con el organismo devastado por las secuelas de la Covid. Algo tarde, muy tarde, pero al fin se ha declarado obligatorio el uso de la mascarilla en casi todo el territorio nacional. ¿Se han necesitado seis meses, los que llevamos de pandemia, para entender la utilidad de ese tan sencillo como incómodo adminículo? Sólo hay una cosa peor que obligar, prohibir, multar y castigar: no hacerlo cuando de ello depende la salud, la vida, de los más débiles y vulnerables. Esto es la guerra, una guerra contra un enemigo invisible y genocida, y el que no lleva mascarilla y no observa las normas básicas contra el contagio, seguramente pertenece a su quinta columna