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Cuando levantaron el edificio de la Junta peleamos por salvar una añosa acacia que rondaba el siglo tras crecer junto a la huerta del señor Jalón en lo que eran las Eras de Renueva, huerta que a la rapacería de asalto nos proporcionaba cada inicio del verano los mejores albérchigos guindados que se daban por aquí; unas Eras que ya solo serían  eras , pasado imperfecto: praderías y huertos acabaron en monocultivo de pisos. Y se libró esa acacia del asolamiento para seguir viva donde hoy la vemos junto a la sede autonómica, edificio ostentoso, desmesurado y bastante tonto en operatividad administrativa que, como tantas cosas, se presupuestó en 2.400 millones de leandras para acabar costándonos el doble (por recordarlo, que la desmemoria busca repetir lo malo); y hablando de mal recuerdo, no lejos de allí, frente a la iglesia de San Marcos, plantaron cuando reformaron la plaza -copiada al pie de la piedra de una de Lyon- ocho robles que dijeron traer de Italia, de variedad desconocida aquí, pese a las repetidas advertencias del biólogo/ingeniero forestal  Carlos Romero  que lo auguró: «esa especie de  quercus  jamás superará estas heladas»; los trajeron crecidos, nos salieron a casi millón de pelas por barba y solo uno malvive; y los sustituyen como si nada, sin siquiera disculparse por la pifia o devolver algo de la estafa; y lo peor: insisten en seguir poniendo con ellos una pantalla enramada que velará de plano el ángulo más fotogénico y total del conventazo plateresco.

Esa acacia con tronco de mucha mueca parece andar ya en las últimas. Resiste heroica en medio de un árido enlosado. De su venerable tronco retuerto apenas sale hoy un suspiro verde, un ramón alicorto. ¿Se muere de vieja? Quizá. Pero quiá, se muere infinitamente más de pura soledad y tristeza, eso que hoy fulmina a nuestros resistentes ancianos que, a poco que encontraran algún sentido a la vida o buena compañía, vivirían más del siglo la mitad. Pero esta última acacia no tiene nada verde al pie ni al lado ni detrás que le alivie su cancerosa melancolía. Todo su pétreo derredor es sepulcral.