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Distinguir entre el sexo y el género es importante. En realidad, cuando hablamos de género lo único que hacemos es encerrarnos en la cárcel del machismo en la que la historia nos ha confinado. El sexo es identidad, el género, imposición. Lo dijo en una ocasión la ministra Carmen Calvo en relación a la gestación subrrogada: el deseo no es el derecho, una vuelta de tuerca al verso cernudiano que en este caso podríamos utilizar para defender que la voluntad no es la realidad o, mejor, no sólo. No lo es en ontología y, por reducción, tampoco en este debate mentiroso. ¿Qué relación hay entre un árbol y la fotosíntesis? Por supuesto que la biología no debe ser una cárcel, claro que hay ocasiones en las que la conciencia no se identifica con el sexo, pero el género no es una decisión. Si lo fuera, la lucha feminista no habría valido para nada; entonces, las características que el hombre ha asociado al espacio femenino seguirán limitando nuestras posiblidades. ¿Qué diferencia a las mujeres? ¿La capacidad de menstruar? ¿la posibilidad de gestar? Y el género femenino ¿cómo se alumbra? ¿con qué martillo culturale nos moldean quienes han cincelado la historia? ¿Qué es la feminidad más que el deseo de los hombres? Todos conocemos las cualidades con las que el machismo nos golpea para que ser mujer sea una característica cultural y no la evolución de la voluntad de cada una de nosotras. Tengo más preguntas: ¿por qué nos chirrían los concursos de belleza pero defendemos el derecho de las transgénero a convertirse en el escaparate de las fantasías masculinas?

¡Cuidado! Si ser mujer depende de una elección, el poder subyugador de la historia no se acabará nunca. Nuestra biología define nuestro sexo, el género sólo coarta nuestra voluntad.

Los clichés del patriarcado nos presentan como el paradigma de la alteridad, pero ser mujer es ser universal, igual que lo es ser hombre. Tengo vagina y soy como me da la gana. El género es la sumisión ante la manipulación que la cultura ha hecho de una evidencia biológica. Es una cárcel.