Diario de León

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La primera vez que oí hablar de la transición fue en casa de Silverio Fernández Tirador. Hace tantos años que no soy capaz de pensar en ello sin confundir el recuerdo con la invención que rellena el vacío del olvido, pero no iría mucho más allá de finales de los setenta, en el umbral de todo lo que estaba a punto de comenzar. Lo sé porque mi padre y él hablaban de Torcuato Fernández Miranda en presente. Es la imagen con la que me he sentado ante el ordenador tras leer en un urgente que el rey se va de España. Este es un país de desmemoriados y de ingratos, de cobardes que azuzan el odio para usarlo desde su dacha, de resentidos que atacan el poder para secuestrarlo en su propio beneficio. Es curioso que la persona que rompió el maleficio de los Borbones desde la muerte de Carlos III tenga que regresar al exilio del que regresó hace 72 años.

Nadie recuerda ya al triunvirato que devolvió España a Occidente. La transición se ha convertido en un hito en constante revisión por los que piensan que las palabras de Azaña —paz, piedad y perdón— son un mantra con el que adormecer al pueblo. No lo son, pero es triste que este país sólo las recupere después de cada catarsis.

Hay que ser muy valiente para lograr que un régimen se suicide, muy clarividente para obviar todos los palos en las ruedas con las que los radicales quisieron frustar el reingreso de España en la historia. El Rey, Torcuato Fernández Miranda y Adolfo Suárez lo hicieron y el mundo asistió a aquel logro heroico con admiración. Dos falangistas y un príncipe melancólico se enfrentaron a las fuerzas que siempre frustran las esperanzas de los españoles y ganaron. Que a nadie se le olvide. Unos días después de aquel salto al vacío que para ellos supuso a aprobación de la Ley de Reforma Política, mi abuelo se encontró de frente en Padre Isla con Arias Navarro.

—¿Qué? le dijo el encausado número 254-37 al gobernador civil que había tenido su vida en las manos. El expresidente bajó la cabeza y continuó.

¡Gracias Majestad!

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