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La noticia corrió, rápida y dolorosa, en la madrugada del 31 de julio: Eusebio Leal Spengler ha muerto. La verdad es que estaba anunciada. Durante mi última estancia en la capital cubana, en febrero, se hablaba de su enfermedad terminal en todos los mentideros. Tomé nota de una entrevista que en aquellos días difundió la televisión. «Hay tres palabras que detesto —dijo—: la envidia, la soberbia y la deslealtad». El trabajo silencioso y efectivo, la sencillez en sus planteamientos diarios, el compromiso con su querida ciudad de La Habana (1942-2020) conformaron la verdadera hoja de ruta de su vida. La transformación de la ciudad tiene en su figura a su más importante valedor, reconocido cariñosamente por la ciudadanía. Lo más hermoso, por difícil. Hay ciudades que tienen la suerte envidiable de encontrarse en un punto determinado de su historia con personas de innegable solvencia y eficacia, reconocida unánimemente en prácticamente todos los países, muchos de ellos implicados, por esta razón, en su proyecto. El de uno de los más importantes intelectuales de los últimos tiempos, también un verdadero hombre de acción.

Desde joven asumió la responsabilidad de restaurar y conservar el Casco Histórico de La Habana, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1982. Quien haya seguido mínimamente esa evolución se habrá dado cuenta de una ciudad transformada respetuosamente, embellecida y única. Labor minuciosa, llena de rigor y de cariño, documentada sabia y concienzudamente, con esa sabiduría abarcadora, privilegio de unos pocos. Y la habilidad, avalada por el prestigio, para conseguir financiación interna y externa. Director del Museo de la Ciudad y de la Oficina del Historiador, la historia ya lo ha encumbrado como la figura clave en la preservación arquitectónica de la ciudad, de belleza y personalidad únicas. La biografía de Eusebio Leal está repleta de reconocimientos en todo el mundo, también entre nosotros. El último, durante la presencia de los Reyes en la capital de Cuba con motivo de los 500 años de su fundación.

Siempre recuerdo de él su profundo sentido de españolidad. Tuve el privilegio de hablar con él, sin prisas, en un par de ocasiones. Una de ellas, en compañía de Merino, Aparicio, Luis Mateo y Javier Hergueta. Explicándonos el ambicioso plan, un auténtico deleite, acabó con esta frase: «Nada de esto se explicaría sin España». El respeto de un caballero que se ha hecho digno del mismo. Un honor.