Nuestro llanto
Los medios publican reportajes en los que se recuerda la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, en 1945. Hace meses escribí para un suplemento literario un artículo en el que recogía la versión nipona, plasmada en libros, películas y manga. Nunca el mundo llorará bastante aquellos dos días de agosto. Aunque en Tokio habían muerto ya más personas por bombas «convencionales», las atómicas sobrepasaron los límites conocidos. Curiosamente, Beevor, Hastings y Burleigh cuyos libros se venden por cientos de miles, siguen manteniendo que con ellas se evitó que un millón de soldados estadounidenses murieran en la ocupación del país. En cambio, otros -los más- insisten en que Japón estaba ya vencido. El cielo lloró «lluvia negra». Antes de los lanzamientos, científicos del Proyecto Manhattan hicieron llegar al presidente Truman una carta en la que proponían que la bomba atómica no se arrojase sobre una ciudad sino en una isla desierta, como aviso contundente. No se les hizo caso. Había que intimidar a Stalin y obtener rédito electoral: vengar Pearl Harbor. MacArthur coordinaría después una admirable etapa de transición a la democracia, pero aquel terrible final nuclear no fue el único camino posible, aunque los belicistas japoneses eran el equivalente oriental de los nazis. En Hiroshima y Nagasaki murieron miles de inocentes. Y seguirían muriendo por la radiación. Ese pecado puede ser perdonado, pero no negado.
Me llega desde USA un artículo de la leonesa Margarita Merino, en la prestigiosa Puente Atlántico: Un apunte de una cultura perdida. Lágrimas cherokees en Tennessee , sobre el exterminio de este pueblo indio y la destrucción de su forma de convivir con la naturaleza. «¿Seguimos creyendo -aunque amemos una enorme parte de la cultura nutricia, la música, la literatura, el arte y...- en un Occidente superior?», se pregunta. Incluye una alusión a su propia provincia, agredida por «una ingeniería avasalladora». No es nuevo en ella este llanto por su tierra y por la Tierra.
Mi artículo sobre la visión nipona lo concluí recordando «el horror, el horror», de Kurtz. Pero proclamé verdad también su reverso: «el amor, el amor… «Y a él hemos de confiarnos en nuestros llantos, personales o colectivos.