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En este siglo XXI, cualquier institución monárquica tiene un problema primario: mantener su credibilidad -desde su anacronismo intrínseco- como tal institución. Es decir, procurar que una sociedad que se ha habituado a regirse por mecanismos democráticos -ya sea para constituir el Congreso o para llegar a un acuerdo en una reunión de vecinos- admita la legitimidad de la sucesión dinástica como el sustento constitucional de la jefatura del Estado. Hasta ahora, ese pacto ficcional se ha mantenido en España tanto por el apoyo activo de los monárquicos como por la renuncia pasiva de los republicanos. En los tiempos de la Transición, se convino aceptar la fórmula de la monarquía parlamentaria como una especie de elemento de permanencia frente a la volubilidad gubernamental, desde la convicción de que un país que salía de una larga dictadura necesitaba un referente de estabilidad frente a los vaivenes electorales.

La fórmula tuvo éxito, hasta el punto de que el cuestionamiento de la monarquía se ha convertido en tabú incluso para partidos de base republicana como el PSOE. Hoy por hoy, algunos han roto ese tabú, y lo han hecho en un momento que es el más adecuado y a la vez el más inadecuado de todos los posibles. Es el momento adecuado porque las sospechas de enriquecimiento anómalo que recaen sobre el rey emérito traspasan la suposición para invadir el terreno de la evidencia, lo que fragiliza la institución monárquica hasta extremos potencialmente destructivos e irredimibles, y es el más inadecuado porque el país se enfrenta a una crisis socioeconómica severa a la que no parece conveniente sumar una crisis de simbología, ya que los símbolos, por raro que parezca, tienen efectos políticos más poderosos que los que cabría atribuir a una sugestión colectiva como lo es, a fin de cuentas, el acatamiento de que la figura del jefe del Estado no esté sujeta a la decisión popular, sino a los azares hereditarios.

A falta de las conclusiones a que llegue la administración de justicia, la figura del rey emérito se nos presenta de momento bipolarizada: una especie de Jekyll y Hyde. Felipe VI no sólo ha heredado una corona de oro, sino también una corona de espinas. Si no logra deshacerse de la segunda, es posible que, tarde o temprano, se vea obligado a renunciar a la otra. Pero ninguna de las dos opciones depende de él: un símbolo soporta cualquier cosa, salvo la realidad.