Del «caos o yo» a «yo y el caos»
El superior sin superiores, ejecutivamente hablando, ese ser en promesa que se levanta presidente cada mañana de un gobierno de coalición, ha regresado de las vacaciones que al resto de españoles recomendó que no fueran muy lejos de sus lugares de residencia. Ha regresado al palacio de la Moncloa, en Madrid, rompeolas de las españas, desde el palacio de la Mareta, en Lanzarote, isla que no pertenece a la provincia de Ávila. La primera medida que ha tomado, con la vuelta al cole a la vuelta de la esquina, ha sido decir a las autonomías que declaren el estado de alarma cuando lo consideren oportuno. Hasta antes de su veraneo canario, donde por necesidad sufrió su caída de Damasco, sostuvo que esa era potestad de un mando único —uno considera que tenía razón, más allá de sus decisiones, porque en casos de emergencia conviene tener las cosas claras—, sobre todo porque «la enfermedad no hacía distingos territoriales».
Tamaño cambio de rumbo, que la oposición ha interpretado como dejación de funciones, sólo puede entenderse por hartazgo de oposición. No es un ahí os quedáis como el de Rajoy, que se piró a tomarse whiskeys mientras le atizaban una moción de censura, todo un episodio nacional sin su Galdós, pero no está muy lejos. Ese cansancio, a su vez, se piensa que se debe a que tres o cuatro de las diecisiete autonomías cuestionaron con acritud su gestión de la pandemia, una gestión de «no hay plan B y esta es la hoja de ruta», el caos o yo. Por decirlo todo, ninguno de sus votantes, sin embargo, criticó que no hubiera presentado aún unos presupuestos de izquierda, que relegasen a los prorrogados de los populares. Esa exasperante lentitud.
Una parsimonia que, visto lo ocurrido con la educación, no puede ser más preocupante, incluso aunque no sea síntoma de otra cosa. Han dispuesto de dos meses para estudiar medidas y las que han propuesto ya se aplicaban en otros países antes del final de curso en junio. Al dictado del unamuniano «que inventen ellos», se ha regresado a los colegios. Se tuvo varios meses recluidos a los niños, sin permitirles salir a pasear siquiera, para ahora meterlos en aulas con más de esas diez personas que no pueden reunirse en cualquier otro sitio que no sea una escuela. Si esto es coherencia, congruencia o sentido común, que lo diga algún politólogo.