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Hay muchos más coches que bicicletas en León, con ser estas muchísimo más baratas. Y muchas más personas que para desplazarse de un sitio a otro lo hacen en coche o a pie antes que en vehículos de dos ruedas. Y eso que el impuesto de circulación, como la zona azul, penaliza a los usuarios de automóviles mientras que los ciclistas circulan sin gravámenes, carecen de matrícula y aparcan bajo cualquier farola. Pero aquel dato indiscutible, curiosamente, no sirve para que los políticos que nos representan localmente se replanteen sus ardorosas ínfulas de carriles para bicis, en detrimento de peatones en las aceras y de pilotos en las calzadas.

Está bien que las congregaciones de ciclistas clamen por servidumbres de paso urbanas. Los amigos del poncho, que los hay, aunque no estén constituidos en asociación con estatutos y papeles —son, como quien dice, una organización de hecho nada más—, también tienen derecho a reclamar su derecho a vestir prendas torcidas. Otra cosa es que se vayan a poner como uniforme oficial para la ceremonia de las Cabezadas, por ejemplo, aunque habría que pensarlo porque es vestimenta de abrigo y lo bastante suelta como para no tirar de la sisa a los esmerados concejales el único día del año en el que hay constancia de que doblen el espinazo en horario de trabajo.

Existen lugares donde se reúnen los amantes del baile, del monopatín o de las carreras de motos, igual que hay cotos de caza, pesca o setas. No vamos a pedir espacios nuevos para ciclistas, porque ya existen y los caros se llaman velódromos y los baratos, carreteras secundarias. El asfalto habitado de las ciudades no resulta demasiado bueno para ninguno de los deportes antes citados, pero sólo los ciclistas se empecinan en reivindicarlo, cuando la bicicleta, en el paisaje urbano de León, es poco menos que un unicornio azul. Hagan la prueba de contar las que pasan un lunes cualquiera por el carril-bici de Padre Isla, por ejemplo. Tengo la impresión de que en este asunto nuestros políticos se están dejando llevar por el pensamiento vago de lo políticamente correcto, que es siempre amable y adecuado como un eufemismo. Y los eufemismos están bien para el trato con personas susceptibles, pero se puede acabar discutiendo de lo que ni siquiera se estaba hablando. Ya lo decía Quevedo: «terminaremos llamando purpúreas calendas al menstruo femenino».