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Entre tecnificar la humanidad y humanizar la tecnología, prefiero lo segundo». Quien lo dice es José Antonio Marina, filósofo, escritor y pedagogo, además de un reconocido investigador en el mundo educativo. Me gusta la frase porque me parece fundamental tomársela más bien como un mantra en estos días por si acaso lo que nos espera es lo que parece.

Porque sí, la tecnología nos ha salvado durante el confinamiento y, de paso, se ha colocado en un inmejorable puesto de salida en la carrera que tenemos por delante. Todo parece que pase por ella y se perfila como la clave sobre la que se definirán los grandes cambios de esta —al parecer— nueva era.

Imagínense: las clases de nuestros hijos, la compra semanal, las quedadas virtuales con amigos, las reuniones de trabajo, la última serie de moda... Todo será tecnológico, —más aún si cabe— por mucho que mi madre proteste porque la gente de su edad se queda rezagada entre tanto cambio. Lo entiendo, porque este tren, como el mundo entero, va a demasiada velocidad y es difícil seguir su ritmo frenético.

Todo parecen ventajas y no cabe duda de que nos traerá muchas. Nos permitirá teletrabajar, por ejemplo, y hacer un montón de gestiones para las que nuestra presencia ahora no parece imprescindible. Muchas cosas no volverán a ser lo que eran. Y menos mal.

La tecnología ya nos invade desde hace mucho. Ha colonizado casi todo de una forma imparable en los últimos años. Y pocos quedan al margen. Lo que me da pena —aunque alabo el progreso, claro está— es que se abuse de ella porque la línea que separa la coherencia del exceso es tan fina que muchas veces es casi imposible visualizarla. Y lo vemos a diario. Quedar para cenar y dejar el móvil encima de la mesa casi antes de saludarse. Los chistes han sido sustituidos por memes de lo más variopintos y los abrazos por choques de codos. Manda la salud y ayuda la tecnología. En este mundo tan deshumanizado, kafkiano y egocéntrico no vendría mal un poco más de humanidad en todos los sentidos. Hasta en el de la tecnología.