Cerrar

Creado:

Actualizado:

Casi toda la avidez informativa de estos días se volcó en el tenso culebrón electoral americano, por lo que nos distrajimos de los graves despropósitos acaecidos en casa: la Fiscalía abriendo una tercera investigación al rey Don Juan Carlos por un supuesto blanqueo de capitales: la supresión del castellano como lengua vehicular en las escuelas de Cataluña; el confuso proyecto de control de las noticias falsas que alarmó a medios nacionales y a la Unión Europea; y algunos latigazos más.

Estamos aún siguiendo un recuento de votos tan lento ( y emocionante) que si se diera aquí, o en cualquier país latino, nos calificaban de inmediato en Washington como «república bananera». Quizás se haya revitalizado algo nuestra deficiente autoestima, al recordar que en España, como en Francia o Alemania, se sabe quién ha ganado las elecciones tres horas después del cierre de los colegios electorales, aunque colee algún diputado por el voto exterior. Y son 50 elecciones provinciales simultáneas, como las votaciones en los 50 estados de la Unión. Con menos votantes, claro, y sin la tremenda avalancha del voto por correo por el coronavirus. En Estados Unidos debería reformarse la papeleta única de votación que incluye los candidatos a presidente, los parlamentarios de las dos cámaras, a veces el gobernador del estado y hasta referéndums sobre cuestiones locales. Así se ralentiza el proceso. Pero más allá de eso, alguien debería atreverse a plantear una reforma de un sistema que hizo que Hillary Clinton perdiera la Casa Blanca aun habiendo obtenido dos millones y medio de votos más que Trump. De paso, podríamos revisar aquí -y a ver quién tiene la valentía de proponerlo- por qué los partidos nacionalistas están sobre representados en el Congreso; y porqué el independentismo catalán, que no llega al 50 por ciento de los votos populares obtiene mayorías parlamentarias aplastantes. Mayorías que después vulneran derechos.

La atención permanente al caso americano no ha sido tanto por el nombre final del ganador sino por la situación en la que un presidente que se siente perdedor se niega a aceptar el resultado; enardece a sus seguidores con continuas denuncias falsas sobre un supuesto fraude electoral, desprestigiando el sistema nacional de voto, que es muy perfectible, pero no por eso tramposo. La calma de Joe Biden, cada hora más presidente, ha descubierto al mundo a un hombre templado, paciente, quizás muy aburrido, pero con hechuras de estado, frente a la rabieta infantil -pero con poder y pistolas- del oponente que se resiste a ceder el cargo. «Trump tiene muy mal perder», se aduce. Tan cierto como que tiene muy mal ganar, y lo demostró en los últimos cuatro años. El miércoles pasado Estados Unidos abandonó los Acuerdos de París en la lucha contra el cambio climático, al cumplirse tres años de esa decisión de Trump. Suavemente, ese día Biden anunció una inmediata reincorporación si ganaba. Sus tuits sencillos, sus llamadas al entendimiento y la reducción del «enemigo» a la categoría de «adversario electoral», así como el discurso de construir todos juntos un país más próspero y saludable, actúan como un sedante para una población muy polarizada, excitada y, en una tercera parte, armada. Sedante para ellos y para nosotros. Pero despertemos ya, porque lo que aquí pasa es muy grave.