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El Cavernal es una casa de misericordia, un asilo ruinoso a las afueras de la ciudad donde alojaron a los ancianos de Breza después del incendio que les dejó sin residencia. O quizá un aerolito desprendido de la estratosfera. En El Cavernal hay un corredor de la Ausencia y otro de la Colación. Un patio de la Convalecencia, un pozo artesiano y una torre extraña. Luis Mateo Díez, el escritor de Laciana, ha visitado los pasillos de ese edificio decrépito en más de una ocasión y advierte de que es un refugio peligroso. Un lugar que procede de la Desamortización de los bienes de la Iglesia y que parece a punto de derrumbarse en cualquier momento, como las personas que envejecen detrás de sus paredes.

En El Cavernal, un espacio interior salido de una fábula delirante, proliferan los seres misteriosos, dice Luis Mateo, y conviven cabezas mansas y volátiles junto a «coraceros» que se amotinan porque no aceptan las humillaciones de la vejez, que nos apaga poco a poco. Y allí, en el asilo decadente de la ciudad de sombra, no lejos de los paisajes abiertos de Celama, ocurren una serie de sucesos insólitos —¿acaso hay seres que nos observan más allá de las estrellas?— que convierten a la institución en el centro de una investigación policial.

Es un mundo cerrado el de Los ancianos siderales , la última novela del autor de Días del desván, de La fuente de la edad, de la trilogía de Celama. Una de esas historias que el escritor de Villablino tenía congeladas en un cajón, ha dicho, y que ahora emerge en plena pandemia, elevada por su humor surrealista, y con nuestros mayores asediados por el Covid 19 en residencias convertidas en fortines, o en focos de contagio donde resulta imposible esquivar la enfermedad.

Esta pandemia, declaraba hace unos días Luis Mateo Díez, «es un viento extraño que nos ha dejado en pelota picada». Porque el covid 19 no nos ha hecho mejores, claro que no, solo nos ha puesto en evidencia. Al generoso, al egoísta y al ausente. Al solidario, al oportunista, al intransigente. Al dogmático. Al intolerante. Al que quiere aportar algo y al que le da igual lo que pase mientras no le pase a él.

Y lo que ha ocurrido en las residencias de ancianos, convertidas en trampas para nuestros mayores, en «refugios peligrosos», como dice el escritor lacianiego, nos desnuda como nunca.