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Sin fuerzas, sin esperanza. Con todo que perder. Sin cariño, sin calor, sin un adiós eterno en las mejillas. Con una fina bata que no abriga. La despedida más cruda es la que nunca tuvo lugar, y la muerte más dolorosa aquella que se profana en soledad. Porque morir no es otra cosa que menospreciar la vida, sobre todo si se debe a una maldita enfermedad y no es un deceso natural: un negocio bien cerrado con la edad. Esa ‘utopía’ de arropar a los nietos en la cama, dar las buenas noches a los hijos con un fuerte beso en la frente, tomar un vaso de leche caliente, abrazar a quien amas y quedar dormido para siempre, en un profundo y largo sueño. El letargo definitivo...

Hay dos formas de palmarla que siempre me han causado pavor. La primera es caer al vacío y la segunda, ahogado o calcinado por el fuego. Aunque con esto de la pandemia he tenido que alargar la lista a tres: no quiero morir solo. Y mucho menos en un hospital con la prohibición de tener contacto alguno con mis seres queridos. No hay muerte sin miedo y el terror ha de ser abismal cuando no encuentras, en tus últimas horas, una mano a la que agarrarte con fuerza para decir: «ha estado bien». O un simple «te quiero». Tan doloroso o más será para los que se encuentran en la situación inversa. Desesperados por conocer la evolución médica diaria, sin paz ni tregua que les permita descansar. Porque la próxima conexión con el médico siempre puede ser la definitiva. Celebrar la recuperación o comenzar con los tediosos preparativos que exige un funeral. Una negra laguna imborrable en la que lo único que te viene a la cabeza son las últimas palabras que dedicaste a esa persona. Un infierno si éstas fueron reproches sinceros cuando aún se ignoraba el porvenir; un alivio si el amor se mantuvo latente aún desconociendo lo que depararía el futuro. En ambos casos, un sinvivir forzado por el coronavirus. El terror a la muerte se ha disparado de forma directamente proporcional al temor a pillar el covid-19, y tanto es así que la gente también ha dejado de someterse a pruebas diagnósticas por una extraña prudencia hermana del pánico a contagiarse. Son 390 mujeres las que han cancelado sus mamografías, 1.137 los pacientes que suspendieron sus ecografías y 289 los que han aplazado sus TAC. Más de 1.800 ‘enfermos’ que están dejando a un lado su salud por vulnerabilidad, inseguridad, nosofobia... Es normal guardar respeto y ser precavidos, pero el miedo en demasía no es un gran aliado para la vida.

Nadie quiere ser ingresado sabiendo que tal vez no vuelva a ver el sol. Tampoco que se le extienda un tumor. Lo que sí queremos todos es seguir aquí mañana. Así que saquen la valentía que cobijan en sus entrañas para continuar luchando. Estén donde estén. Porque no están solos. Todos los que sí tenemos miedo estamos a su lado.