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Hay un pibe en todos los potreros del mundo que da manija a la historia. En cualquier lugar del planeta alguien la echa a rodar de nuevo cada día para darle cuerda, mientras corre detrás del balón y grita su nombre a cada toque. No queda apenas quien desconozca el cuento en blanco y negro del canijo cabezón, vestido con pantalón cortito y camiseta, que amanece con una pelota pegada a la puntera izquierda, sortea un nudo de piernas entrenadas para zancadillearle y termina por acunar el cuero en una cama trenzada con mallas entre dos palos perpendiculares al suelo y un larguero que limita el campo con el cielo. Se trata de un relato corto escrito en bucles de 90 minutos: narraciones humildes, modeladas en el barro de Villa Fiorito, con las que el cebollita que soñaba con jugar un Mundial y consagrase en Primera se convirtió en un fenómeno sociológico capaz de metabolizar la frustración de su alrededor hasta convertirla en gloria. No murió Dios esta semana en Buenos Aires. Más bien fue un Cristo que arrastró la cruz de una vida en la que, perdida de vista la pelota con la que hacía los milagros de convertir en goles las humillaciones de las Malvinas y los insultos de los ricos del norte italiano a los terroni de Nápoles, el corazón de El Diego no pudo cargar más con Maradona.

La muerte consagra al mito cuyos 20 últimos años se han vivido como una prórroga: el tiempo de descuento en el que los aficionados, en el fondo, añoraban una muerte torera que evitase el socavamiento del ídolo. La figura que motivó una religión en San Paolo, que levantó la Copa del Mundo de Méjico 86 desde la sima de un orgullo enterrado, que desafió al poder de la misma Fifa que le robó el segundo Mundial y le cortó las piernas en el tercero, que puteó a los italianos a la cara por silbar el himno de Argentina, se convirtió en un guiñapo para acompañamiento de sátrapas y dictadores. La reprobación de los moralistas, escondidos tras la máxima de que no servía como ejemplo para los niños, cuando en realidad demuestran que en esta delegación de funciones se incapacitan como padres, se cebó con el hombre por no alcanzar la altura del héroe que había batido el récord de hacer feliz a más gente en una tarde. Una tarde como aquella del estadio Azteca en la que El Diego se ganó la eternidad en un eslalon de 10,6 segundos contra la historia a la que ahora da manija un pibe en un potrero perdido del mundo.