La misma nieve
¿Eran otras nieves las nieves de antaño que ya cantara el poeta medieval francés Villon? La nieve, en puro meteoro, para uno siempre es la misma nieve: la que caía paciente y súbita durante las noches, compareciendo deslumbrante sobre la pizarra de los campos contemplados desde la ventana del amanecer de un día de escuela. Aquella depurada nieve de la infancia. Sobre ella aparecían de pronto unas pisadas humanas sin dueño: unos signos sin lenguaje que se convertían en raíles para la ensoñación de largo recorrido. ¿Quién habría madrugado para depositar esos gestos de gorrión, hacia dónde se perderían sus pasos insomnes más allá de la superficie que alcanzaba nuestra vista? Y, justo a su lado, anteriores en el madrugón, nunca faltaban los rastros más profundos y ya casi desvaídos de algún silencioso animal sin nombre que hubo de pasar rozando las paredes de nuestra casa mientras dormíamos, dejándonos un estremecimiento retrospectivo.
La nieve nunca es actual. No hay nieve fresca o del día, no existe la nieve moderna. La nieve, como escribió Ramón Gaya, es medieval. Contemporánea de algo que siempre está en el pasado. En el ayer remoto de nosotros mismos, cuando accedimos por primera vez a la blancura por la que nos deslizamos tumbados sobre un saco sintiendo el calor del frío en el rostro, acariciando con los lomos cada una de las piedras de la ladera abreviada por la velocidad. Nieve y moratones. Aquella otra nieve posterior, la que pesaba sobre sí misma, la que recibía las heladas, áspera como debe de ser la piel de un cocodrilo. Guerras de bolas y resbalones. Moratón a moratón se iba la nevada, convertida en barro sucio y orgullosos tatuajes, restos de una feliz batalla.
Ahora que cae la nieve, como escribió el poeta ruso contemporáneo Joseph Brodsky, «dejando el mundo entero en minoría», permitámonos volver a la niñez por un rato. Un bolazo de nieve o de arena es la invitación universal al juego. Participemos como entonces en una guerra, dimitamos de adultos, visitemos ese ayer que guardamos tan cerca y tan lejos. Regresemos al ser donde fuimos más nosotros mismos. Convocados por ese conjuro de la nieve que despuebla el mundo, pero repuebla las memorias. Lo único, casi, que se resiste a la despoblación. Ahora que cae la infancia, como cada invierno, ahora que se encarna en ese paisaje encendido tras los cristales.