La tentación
Afrontamos el reto de la Navidad más desapegada como una campaña de la declaración de la renta: con ganas de escaquearnos, buscando el subterfugio que nos permita colarnos por las rendijas de la legalidad. Si a pesar de los defraudadores Hacienda somos todos, por más que les pese a los caraduras y los irresponsables Sanidad también (o más) somos todos. No cabe la burla, porque somos las víctimas. Y no hay pena más estúpida que caer en la propia trampa.
Bien nos hemos demostrado a lo largo de esta pandemia que al virus no le esquivan las prohibiciones administrativas, sino las conductas personales. La de las dos próximas semanas será la prueba de fuego de hasta dónde somos capaces de llegar en la idiotez, en el egoísmo, en el ansia de saciarnos hoy de lo que deseamos aún sabiendo que puede traer la miseria mañana. Regresa una ola de contagios, enfermedad y muerte, pero seguimos albergando la esperanza de sortear al bicho y al guardia y darnos el gusto de fingir que podemos brindar en aparente normalidad.
No es así. No podrá serlo de ninguna manera. Finjamos que no hay riesgo en apelotonarnos en tiendas, supermercados y otros aforos limitados porque hay que consumir, regalarse, acaparar; como si nuestros negocios siguieran siendo boyantes y nuestros sueldos no estuvieran sufriendo la tijera del ajuste económico. Gastemos con alegría como siempre en productos que, esta Navidad también, disparan sus precios porque es lo que toca comer y beber como si esa fuera la única opción. Al menos, gastemos en el comercio y los establecimientos locales, para que alguien de nuestro entorno salga beneficiado.
Sobre todo, resistamos a la presión y al deseo de achuchar a los nuestros y revivir el espíritu de las navidades pasadas. El distanciamiento será duro, pero es la única receta para intentar recuperar el abrazo más adelante. Y no esquivemos la reflexión más difícil: más duras, e irreparables, serían las ausencias definitivas en el futuro. Como decía el portero de noche de mi colegio mayor cuando volvíamos más tarde de lo permitido sin avisar, y le rogábamos que no nos pusiese en la lista de tirón de orejas del día siguiente: «Más vale un ‘por si acaso’ que un ‘yo pensé que’...» No, no les pasa sólo a los otros, ni sólo a los mayores. ¿De verdad no hemos aprendido nada de todo lo padecido?