Buenas noticias
En un lejano artículo de 1985, Juan Carlos Onetti concibió un diario que se llamaría Buenas noticias y que nada más recogería la cara amable del mundo. Para ponerlo en marcha, nos decía el novelista uruguayo, precisaba de unos cinco mil suscriptores. La idea le había asaltado mientras leía la biografía apócrifa del millonario norteamericano John D. Rockefeller, en la que se contaba que sus herederos firmaron un contrato con el New York Times para que la página de Internacional, la única que ya leía el venerable anciano, mostrara siempre una especie de «dulce canción navideña» que le evitara sobresaltos y efervescencias a su delicada salud.
Esa realidad de limbo e informaciones convenientemente sazonadas según los parámetros de la ideología —no hace falta que me lo diga, ya lo sé yo—, actualmente ya la sirven algunos medios, especializados en mentiras de verdad, que luego tratan de imponerse mediante el poderoso altavoz de las redes sociales. Lo sabemos todos y esa es, por paradójica que parezca, la esperanza de supervivencia del verdadero periodismo: que los auténticos lectores de prensa, aunque vayan mudando la piel de papel por la digital, han desarrollado conciencia crítica para contrastar las noticias en diferentes cabeceras, su afilado espíritu sabe reconocer los diarios confiables para que al menos no les den gato por liebre. En caso de duda, salvo que se esté hondamente ofuscado por alguna militancia política, sacar la media ponderada casi siempre funciona para quitarle la broza del interés, el sabor a monte y manipulación, a cualquier asunto candente.
En la tradición periodística española ya tenemos el día de los Inocentes, una jornada en que los medios incluyen un titular amigable o al menos sorprendente que hay que buscar como si de un tesoro se tratara entre las informaciones convencionales, aunque es una práctica menguante y, entre el arsenal de hechos increíbles reales, cada vez resulta más complicado hallar la inocentada. Por eso, en la estela de Onetti, yo propondría un día, acaso navideño, en que el periódico entero fuera como aquella sección de exteriores del magnate: todo noticias amables, no mentiras de verdad sino verdades de mentira. Sucesos posibles pero improbables, nada más marcados por el sesgo de la bondad, tan excesivos que, junto a la felicidad que nos despertasen, nos hicieran pensar qué hermoso sería el mundo si fueran ciertos. Que nos permitieran sentirnos más ricos que Rockefeller por un día.