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Santibáñez de Montes es un lugar borrado del mapa. Aunque se resiste a desaparecer de la memoria. Aún queda gente que nació allí y recuerda cómo fue su infancia en un pueblo minero en medio de las montañas del Bierzo Alto. Un pueblo sin carretera que vivió del carbón durante décadas, hasta que la minería -el cielo abierto en el que se convirtió la explotación subterránea- literalmente devoró las casas.

La primera vez que escribí de Santibáñez de Montes, la aldea enclavada en el municipio de Torre del Bierzo que desapareció legalmente en 2010, un ganadero que usaba las casas deshabitadas como establos pleiteaba con el todopoderoso Victorino Alonso; el empresario minero dueño del cielo abierto. Era el verano de 1996, hacía tres décadas que los dos últimos habitantes de Santibáñez habían dejado el pueblo y el ganadero, que tenía arrendadas las antiguas viviendas, estaba harto de que las voladuras soliviantaran a sus vacas. La batalla desigual terminó cuando Antracitas de Brañuelas, la empresa de Alonso, compró todas las casas, todas las tierras, echó al ganadero, y comenzó a derribar lo que quedaba de la población. Así se hacían las cosas en la era del carbón.

Poco queda hoy de Santibáñez, más allá de la huella evidente del cielo abierto, que se extiende como una herida cicatrizada por la ladera del monte. Ni siquiera la iglesia de San Juan Evangelista, un templo románico edificado a finales del siglo XI, ha sobrevivido a la ruina. Pero las estructuras más relevantes de ese edificio antiguo, como las piedras del arco, han acabado en la iglesia de Santa Marina de Torre; un templo hermanado en el misterio de la Santísima Trinidad. Por eso quise escribir de Santibáñez de Montes hace ahora dos años, en el arranque de la serie ‘Las Cuencas Vacías’ que estos días ha recibido el Premio Cossío de prensa escrita. Había en esa historia de piedras trasplantadas un símbolo del que merecía la pena hablar. Lo que ni yo ni los vecinos de Santa Marina que me acompañaron esperábamos es que al llegar a Santibáñez en un día de otoño nos íbamos a encontrar con una lápida reciente en el cementerio abandonado. Los hijos de un hombre nacido en el pueblo y fallecido unas semanas antes en Baracaldo habían querido que parte de sus cenizas descansaran en la aldea ruinosa que solían visitar juntos en verano. Y esa, la del arraigo a un lugar que ya no existe, a un pueblo borrado del mapa por la misma mina que le dio de comer, me parece la metáfora más poderosa de los días del carbón que ahora dejamos atrás.