Diario de León

Antonio Manilla

Milenarismo y aporofobia

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El milenarismo, el terror al fin del mundo con la llegada del número redondo, a mí me parece que hizo más por el arte que los canales Cultura e Historia juntos. Ocurrió lo mismo que con el efecto 2000, que iba a devastar nuestros ordenadores y lo que logró fue que renovásemos nuestro parque informático. Lo único que el milenarismo nunca existió. Tampoco. Por mucho que sigan sacándolo a relucir en programas esotéricos, el pánico ante la llegada del año mil lo desbarató Georges Duby en una serie de entrevistas que le realizaron al historiador en 1994 y que luego se publicaron en libro por la editorial de Andrés Bello.

La consecuencia más relevante de aquellos presuntos terrores fue la invención, concretamente en el XII, el siglo de los mercaderes, del purgatorio. Dios, a partir de ese momento, computaría en dos columnas el debe y haber de cada alma para dictar la última sentencia. Porque ese era no el terror sino la convicción de los hombres medievales: un día sería el último día del mundo, cuando Jesucristo vendría para encabezar el Juicio Final. Como no había cita para esa Parusía, cualquier día podía ser ese día. No fue el milenarismo, ni una fecha concreta, quien inspiró las gárgolas ni las escenas del «peso de las almas» como la de la fachada de nuestra catedral, sino la inquietud constante durante al menos un puñado de siglos de la inminencia del último día, en que se recompensaría a los justos y se castigaría con el fuego eterno a los pecadores. Fue aquella creencia quien nos legó aterradoras escenas en los tímpanos de las iglesias, horrendas y bellas esculturas coronando los capiteles de los claustros, divinas comedias con la cartografía de la superficie del infierno. Cuando se cree en dragones se erigen catedrales. Cuando en lo cuántico, microchips…

No tenemos nostalgia ninguna de aquellos tiempos, pero sí envidia de algunas de sus cosas. De la humanidad, por ejemplo. La soledad, desgraciadamente hoy compañera de la miseria, no existía en el medievo. La solidaridad —esa que todavía algunas asociaciones caritativas se empeñan en construir alrededor de los desvalidos— era la armazón de la sociedad medieval, quizá porque todos vivían al relente, sin techo que les protegiera de las inclemencias de la tierra o del cielo. Carecían de seguridad social, pero tenían hombros en que apoyarse, en vez de nuestro inmundo odio al pobre.

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