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Un estruendo. Un fogonazo de luz. Un resplandor en el horizonte. Y un leve temblor también, que despierta a los que duermen y pone en alerta a los insomnes.

Minutos después de la una de la madrugada del pasado lunes, las cámaras de seguridad de algunos edificios, desde la costa de Vigo hasta Ponferrada, recogieron el violento estallido de un meteoroide. En lo alto del Monte Pajariel, la grabación de la emisora Onda Bierzo muestra una explosión deslumbrante. Si hubiera sucedido hace mil años y en medio de una pandemia y una inmensa nevada, nuestra ignorancia, el miedo a lo desconocido y la tendencia de la humanidad a consolarse con supersticiones, nos habrían llevado a interpretar el paso de esa roca extraterrestre, que no llegó a entrar en la atmósfera, como una señal del Dios. Un castigo divino.

Pero a mí me recuerda al Fuego de San Telmo del que hablaba Antonio Pereira en un poema sobre el pudor. Decía el poeta de Villafranca del Bierzo que el pudor era un meteoro. Como la lluvia y el viento. Como la lluvia y el viento y el Fuego de San Telmo. Y la nieve y el rayo.

El Fuego de San Telmo, esto lo escribo yo, es un fenómeno natural, una descarga de luz causada por la ionización del aire en una tormenta eléctrica. Cuando iluminaba la arboladura de los veleros y extendía una corona brillante sobre las jarcias y los masteleros, los marineros lo consideraban un buen augurio. Nada que ver con el Apocalipsis.

Decía Pereira que el pudor era impredecible, más que todos los meteoros juntos, porque uno sabe que va a llegar, pero desconoce cuándo y dónde lo hará, si con la furia de la tormenta o en el agua sumisa de las lágrimas. Pereira, más conocido por sus cuentos, reunió todos sus poemas en un volumen que tituló Meteoros, el nombre de los meteoroides cuando entran en la atmósfera, porque entendía que no hay nada más luminoso que un verso. Ni nada más lento que la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos.

Y me pregunto qué versos escribiría Pereira de los aeropuertos vacíos, de los bares cerrados, de la gente embozada por las calles. Del sabor impredecible de los telediarios (perdonen la sinestesia), salpicados de cifras de muertos y contagios, y de la incertidumbre en la que vivimos, a la espera de que la vacuna haga efecto. Como la lluvia y el viento. Como la nieve y el rayo. Y como el Fuego de San Telmo, que siempre fue una señal de esperanza.