¡Qué ruines!
Mi padre tenía una palabra para definir a la gente sin escrúpulos. Mientras pasaba la lengua por el papel de librito para liar un ‘caldo’, alguna vez le oí mascullar: ¡Qué ruines! Sin estupor alguno, con todo el desprecio que cabía en una bocanada de humo. Y ahí quedaba.
Mi padre era de pocas palabras y prefería gastarlas con sus hijos e hijas, cuando eran criaturas, y con sus nietas y nietos cuando le hicimos abuelo. Como pastor que era hablaba mucho con los animales. Con sonidos como poemas.
Le gustaba contarnos cuentos y acertijos que escuchábamos con la boca abierta y la risa chispeante al calor de la cocina de invierno: «Dos cirios, cirios; dos miras, miras, cuatro pisabarros, cuatro manantiales y un espantadiablos» ¿Qué será? El bramido del carbón en el fuego se fundía con el mugido imitado de la vaca.
Mi padre, que perdió la infancia en una guerra cuando le arrancaron al maestro del aula para fusilarlo, vio en la educación el fondo de inversión más rentable para sus hijas e hijos. Pagó un alto precio por ello, el desarraigo. Apenas volvió a su pueblo, pero quiso enterrarse allí. Fue con una pierna por delante. El cáncer hizo el resto.
Va a hacer quince años. Nevaba al otro lado del ventanal del Hospital San Isidro. Caían lentamente los copos y en sus ojos de mar se ahogaban dos lágrimas. Hoy le imagino, no sé por qué, con una paja en la boca y escupiendo su ¡qué ruines! a los traficantes de esclavos para el campo —pobre campo leonés— creciditos entre el Esla y el Cea. La red de explotación y tortura de inmigrantes que destapó la Guardia Civil no difiere mucho de las mafias que trafican con mujeres y niñas para su explotación sexual. Los burdeles están señalizados con luces rojas y azules, pero nadie los ‘ve’.
Esto también es León, provincia de lamentos y temporales sin subvención. La mugre aflora en todas partes. Los políticos y militares que se han colado para vacunarse mientras aún esperan sanitarios de primera línea y personas mayores en sus casas. Los que cabalgan con el caballo del apocalipsis y se arrastran a lomos del pasotismo. Los que quieren borrar de las paredes de Madrid la igualdad. Y hacen bandera patria de la exclusión. ¡Qué ruines, padre!
Los ruines nos arrumban el alma y nos agarramos a un verso. «¿Dónde encontraremos luz en estas sombras sin fin?», nos preguntamos con la poeta estadounidense Amanda Gorman en la jura de Joe Biden. La descendiente de una esclava que puede soñar con ser presidenta. Hoy más que nunca la responsabilidad individual es un bien común que deberíamos cultivar como se labra un huerto, cada día con su afán y casi todos los días del año. Mirando al cielo y respetando la tierra. Doblando el cadril y compartiendo los frutos. Es más sano que el ejercicio tóxico de los ruines.