¡Arre, burra!
Cuando se acercaban las navidades, preparaban los pavos y la burra. En una caja, los plumados bien criados durante varios meses para agasajar las cenas de Nochebuena, sobre las espaldas un mantón y ¡arre burra!. Cogían la andarilla a Benavente, buena villa y mejor gente, donde siempre hubo buen mercado y, como quien tuvo retuvo, andan más vivos para promocionar, cuidar y vender el pimiento morrón que en su tierra de origen, la vega de Fresno.
Los pavos se vendían rápido en vísperas de Navidad. Y con parte de las ganancias, la moza, que era mi madre, corría con ilusión a una tienda de telas para comprarse un retal que la modista convertiría en un flamante vestido para todo el año. Visto así, la vida de antes, parecía muy sencilla. No lo era, aunque tampoco echaban de menos los cuartos de baño, calefacciones centrales, sofás, televisores y otros adelantos que estaban por llegar. En invierno, cuando había que partir el hielo para lavar en la manga del río, soñaban con algo parecido a una lavadora. ¡Cómo no!
Para mi madre, que hizo muchos viajes al río con la pozaleta llena de ropa y una ristra de criaturas de la mano, la lavadora fue el mejor invento de la humanidad. En poco más de medio siglo, las lavadoras se han externalizado del hogar al compás del american way of life. El progreso alivió muchas cargas. Las mujeres tenemos muchas más expectativas de participar en el mundo más allá del hogar, el matrimonio y la cerviz inclinada como casi único destino.
El progreso fue bonito mientras duró. Aquella primera tele, la lavadora, el avión... Hemos progresado tanto que estamos a punto de morir de éxito. El planeta se calienta y responde con rabia. Mientras la humanidad se entretiene en Netflix, la factura de la luz se dispara y la pandemia agota nuestra energía, no veo brillar los arco iris de las ventanas, ni suenan los aplausos...
El virus que todo lo come nos hace olvidar que urge revisar el progreso. ¿Es progreso vestirnos a costa de la esclavitud? ¿Comer veneno? ¿Seguir produciendo energía para el resto del país, como ha venido haciendo León por más de un siglo, arrasando espacios naturales? Otra vez combatimos contra molinos gigantes como quijotes contra el viento.
Ojalá resurgiera aquel espíritu de ¡viva el campo! que, en la agonía del dictador, alzó la voz, las azadas y los tractores contra una central nuclear en Valencia de Don Juan. Ojalá los políticos de León se rebelaran, como lo hizo entonces Chema Alcón, contra la inercia del poder establecido. Ojalá a algún soñador, científico o empresario, se le ocurriera pensar en León para fabricar la vacuna española. León tiene recursos para reinventar el progreso humano, animal y ambiental. O será condenada a la agonía de isla de interior ajena a temporales subvencionados. Hay que echar a andar... ¡Arre burra!