La crisis de la mascarita
Nos pillan este año las Carnestolendas a todos enmascarados, pero con pocos disfraces y alegría. Carnavales con toque de queda, con limitaciones, como aquellos otros de otros tiempos, cuando todavía el antruejo era amenaza y osadía, cuando había que imponer orden a la fuerza, o al menos intentarlo.
Suele atribuirse al franquismo aquellas rígidas directrices que organizaban las fiestas del Momo con mano firme. Cosa que no es del todo falsa; es conocido que ya desde el 37 se impone desde el gobierno franquista una orden a todos los gobernadores civiles por la que se prohíbe la celebración. No era de extrañar, dadas las circunstancias extraordinarias de la guerra. Sin embargo, aquella prohibición se extendió durante todo el franquismo y las autoridades fueron muy celosas en controlar unas fiestas que, por su carácter mordaz y satírico, fácilmente podían escaparse del rígido control de un gobierno autoritario.
Pero el control de una fiesta tan delicada como el Carnaval iba mucho más atrás que los años oscuros del franquismo. En realidad, desde sus mismos orígenes, la tensión entre esos bulliciosos festejos y las instituciones del poder, normalmente la Iglesia Católica, fueron frecuentes.
No tenemos que irnos muy atrás para encontrarnos, mismamente durante la II República, algunos de esos encontronazos. La cuestión religiosa que traía consigo el período se reflejó ya en los primeros Carnavales de la época, los de 1932. En León, aquellas celebraciones fueron recibidas, por el sector católico, como una ocasión de reparación espiritual a los desmanes republicanos en materia de religión organizando, desde la primera página del Diario de León, un triduo de oración y de vigilia, y cultos extraordinarios durante los tres días grandes del Carnaval.
Por su parte, un bando del Ayuntamiento de la capital reducía el ámbito de la celebración a la Calle Ordoño II, las plazas de Santo Domingo y San Marcelo y la Calle Ancha, y amenazaba con sanciones a cualquiera de los comportamientos que eran habituales en aquellos días como «lanzar agua y perfumes”, así como a circular con la cara descubierta fuera de los espacios convenidos.
Otro de los periódicos leoneses, la Democracia, se hacía eco de lo deslucidas que habían quedado las fiestas con motivo de las restricciones. Apenas se veían «las acostumbradas comparsas con sus versos y cantares tan pintorescos» por las calles, aunque no se pudieron evitar «las bromas y golpes en abundancia y los guardias se vieron atareadísimos».
Por las restricciones, las fiestas quedaban apenas limitadas a los bailes privados en lugares como el Círculo Leonés o el Recreo, donde frente a los tradicionales disfraces, se iban imponiendo los trajes de noche y «los regalos americanos” que ofrecían los organizadores.
En la misma Democracia, tan solo un día después y bajo el título «La crisis de la mascarita”, se hacía mención a cómo las restricciones desvirtuaban el auténtico sentido del Carnaval en aquellos bailes de salón: «No eran realmente máscaras, sino más bien jóvenes disfrazadas que ocultaban su rostro con una careta. (…) Además del traje hace falta mucho ingenio y una locuacidad incansable para la máscara; hace falta resistencia física, alegría y despreocupación, todo lo cual es muy difícil poderlo reunir en una sola persona en nuestros días».