Diario de León

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De la muy antigua ciudad de Braga, en el norte de Portugal, cuenta un cronista gallego que era nativo un vizconde muy lucido de lunares y una mirada tan triste que despertaba grandes amores entre las mujeres. El vizconde se llamaba Esmeraldino da Cámara Mello de Limia y tenía rico aposento en un palacio de la rúa dos Confidentes.

Para no perder la cuenta de sus amoríos colgó el vizconde Esmeraldino una tablilla de caoba en un hierro rizado a la puerta de su palacio y allí tallaba un aspa con una navajita dorada cada vez que una mujer se rendía a sus atenciones. Media ciudad de Braga, cuenta el cronista de Mondoñedo, le aplaudía, como en el teatro.

Ese gesto sobrado, de galán antiguo y resabiado, estaría hoy completamente fuera de lugar. Pero en aquellos años, el Estamento Nobiliario, que siempre estuvo entre lo más rancio de la sociedad, acordó hacerle un homenaje al vizconde Esmeraldino después de que mantuviera en vilo a los vecinos de Braga con su última conquista; la primadonna de una compañía italiana de ópera, rubia, desvestida y trinadora, según la describió el cronista gallego, que había recalado en la ciudad para cantar en su teatro y a la que paseó por toda la rúa dos Confidentes en su carroza forrada de terciopelo verde antes de grabar en la tabla de caoba un aspa más retorneada y profunda que de costumbre.

«¡Aquí está el gallo de Portugal!», gritó el marqués de Évora cuando le cedió el paso al vizconde mujeriego para dar comienzo al homenaje. Y como en un cuento de Cunqueiro, Esmeraldino se puso rojo, azul, amarillo, se tornó en gallo logrado de cresta y rabilargo y, en medio del asombro generalizado, echó a volar hasta posarse sobre la lista de sus amoríos.

Al gallo lo llevaron de peregrinación a Santiago para que el Apóstol resolviera el maleficio con un milagro, pero por el camino se les escapó y anidó en un gallinero de la abadía de Meira, donde fue el rey del corral durante una hora. Después se murió de fiebre sabatina, debilitado por el esfuerzo, y con gran tristeza lo enterraron con la tabla de caoba por asiento.

Y cuenta el cronista de Mondoñedo, que no se atrevió a hilvanar ninguna moraleja con esta historia, que desde entonces, una casta de gallinas doradas, muy ponedoras y también buenas para pepitoria, habita en los corrales de la abadía de Meira.

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