Diario de León

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Como la memoria, que siempre vuelve atrás para no dejar que el recuerdo se pierda, el accidente de los seis mineros muertos en el pozo Emilio del Valle de la Hullera Vasco Leonesa se retrotrae. Después de ocho años, el caso encuentra una chinita procesal con la que enredar de nuevo el carrete de un juicio en el que las defensas, emboscadas en los vacíos de la instrucción judicial, apuestan por dar tanza al barbo a ver si se agota. No conocen bien a las familias o quizá menosprecian su coraje, como hicieron con el de sus hijos y sus maridos, si creen que el tiempo mermará su empeño. La herida no va a desaparecer nunca, pero las familias tienen derecho a poder palparse la cicatriz y que no sangre, a acordarse de sus seres queridos y no sentirse en deuda con su recuerdo, a desmentir la máxima de que los poderosos hallan siempre cómo enterrar sus tropelías bajo un manto de euros. Todo tiene un precio si puedes pagarlo, vuelven a querer demostrar con su actitud, pero lo que buscan los deudos no se puede tasar. Se trata de un valor en sí mismo: la justicia de honrar a sus muertos.

Al caso vienen a buscar justicia las familias de los mineros muertos en el último siglo. A la mina más segura del mundo se la colocará en el estrado para examinar los desmanes que repartieron cadáveres por todas las cuencas mineras como si fueran una enfermedad laboral, un contratiempo en el balance de resultados que adelantaba el destino a los que hipotecaban los pulmones a la carcoma de la silicosis. Si se hiciera la cuenta de todos estas víctimas, encontraríamos un rastro macabro como no hay en ningún otro sector laboral. Pero ya no quedan mineros. A los últimos los dejaron morir por inanición las decisiones de los sucesivos gobiernos, mientras los patrones encontraban otras energías renovables en las que emplear los rendimientos de los fondos europeos. No queda ya ni siquiera la solidaridad de las luces encendidas de los cascos con las que los compañeros marcaban la senda del pozo. Hasta allí, bajo las bóvedas cada vez más inestables en las que el grisú se agazapaba, donde los resultados de toneladas nublaban los avisos de advertencia, donde no querían meterse —no tenéis cojones, llegaron a decirles— deben bajar las familias para buscar justicia. Ahora, les mandan que piquen un poco más para ver si les aplasta el costero del tiempo. No lo lograrán. La dignidad mantiene la galería del recuerdo en pie.

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