Un arribista
La democracia es un procedimiento para dirimir las diferencias sin tener que acudir a la violencia. Por eso, cualquier tipo de agresión, cualquier intento de escrache realizado contra los participantes en actos políticos tales como mítines o conferencias resulta reprobable cuando no directamente delictivo.
Apuntar estas obviedades no está de más a la vista de que hay algunos dirigentes políticos que creen estar facultados para determinar quién puede participar en la vida pública y quién no. Son los mismos que miran para otro lado o justifican los actos de boicoteo que sufren su rivales políticos.
Ocurrió hace unos días en un acto de campaña de Vox en la Comunidad de Madrid que fue acosado por una turba de manifestantes de extrema izquierda. Ante este hecho la reacción de Pablo Iglesias, ex vicepresidente del Gobierno y a la sazón candidato de Podemos a la Asamblea de Madrid, fue orweliana, un clásico en lo que bien podíamos denominar como neolenguaje.
Según él, los escrachados —que estaban en su derecho a organizar un mitin— eran los provocadores por atreverse a realizar un acto político en el barrio madrileño de Vallecas. Un barrio popular en el que Iglesias estuvo viviendo durante años hasta que merced al ascensor social que proporciona la política mejoró sensiblemente su situación económica y eso le permitió trasladarse a una zona residencial del norte de la capital.
Incumpliendo, por cierto, una promesa que había realizado en su día asegurando que nunca dejaría el barrio por aquello de las raíces y la identidad. Falacia, claro está.
Al igual que otra de sus promesas, esta vez relacionada con el cobro de las indemnizaciones establecidas para los altos cargos cesantes. En su día hizo campaña en voz bien alba y clara diciendo que las suprimiría y ahora le ha faltado tiempo para reclamar la que corresponde a su condición de ex vicepresidente.
Todo es así en una trayectoria política en la que frente a anteriores y abultados cambios se justificaba diciendo que él sabía «cabalgar sus contradicciones». Una frase para el retablo de un cinismo que delata la impronta del arribista. Gente así se aviene mal con los procedimientos propios de una sociedad democrática.