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Después de siete años y medio de espera, las familias de cinco de los seis mineros que murieron asfixiados por el grisú en el pozo Emilio del Valle —ellas prefieren llamarlo Tabliza, por algo será— esperan que se haga justicia. Cuando todo estaba listo para la esperada vista oral, una artimaña de la defensa, que ató de pies y manos a las acusaciones, ha postergado el juicio quién sabe por cuánto tiempo más. A ninguna de las partes —ni defensas, ni fiscal, ni acusaciones... ni tampoco a su señoría— se les ocurrió que había que indagar en los acusados en busca de seguros privados. Todos cobrarán por su trabajo. De eso no hay duda.

Ahora hay que retrotraer la instrucción, sino a los comienzos, sí un punto que dilatará el más el proceso. Unos han actuado con dejadez, a otros les pilló por sorpresa... pero hay dos de los que sólo se puede hablar de maldad. Como en una partida de cartas, tenían un as en la manga y lo sacaron en el momento oportuno. Un triunfo pírrico que acrecienta el dolor de las familias, pone en evidencia su temor a una condena y causa vergüenza a cualquiera que defienda el estado de derecho.

Mirar a las víctimas y a su sufrimiento, hacerlas visibles y no sumirlas en un pozo de oscuridad y de olvido, es una de las asignaturas pendientes del derecho penal. Un objetivo que se ha quedado guardado, envuelto en tratados de buenas intenciones, en los anaqueles de los teóricos. El caso de los seis de Tabliza —sin olvidar a los heridos, con importantes secuelas en algún caso— es un ejemplo palmario de abandono de las víctimas. Esos políticos tan preocupados por colocar en los sillones del poder judicial a sus magistrados afines deberían ocuparse de hacer algo por las numerosas víctimas de este país que siguen sin respuestas: asesinados, represaliados y expropiados por el franquismo, bebés robados... O juicios que se eternizan. No hay mayor injusticia que la que llega tarde.

En la mina pocas veces se hizo justicia. La mayoría de los accidentes se saldaron con el entierro y una pensión de viudedad. Sólo las viudas de Combustibles de Fabero lograron que responsables de un accidente pisaran la cárcel. El proceso fue largo. Se resolvió en siete años en el Tribunal Supremo. El de Tabliza no arranca después de siete años y medio. María Jesús, la viuda del vigilante Juan Carlos, falleció sin ver si se hacía justicia. Sus hijos esperan, como esperan los padres, la viuda y la hija de Manuel Moure; como esperan la madre y el hermano de Orlando González; como esperan la viuda y los hijos de Roberto.

«Pobre gente. Pobres mujeres. No les queda nada que bregar», decía Dina, viuda de uno de los diez mineros que perecieron en 1979 en un accidente nunca investigado en el mítico pozo María. Bien sabía Dina de lo que hablaba.