Editorial | Mucha burocracia, pocos ingresos y menos disciplina
Sólo una de cada 17 multas que se calcula que se han impuesto durante el estado de alarma se ha cobrado realmente. Y la mayor parte de ellas o no se reclamarán o serán recurridas en un escenario jurídico que ofrece más dudas que certidumbres. El régimen sancionador en el que se mueven las multas impuestas por incumplir la normativa que debe garantizar la seguridad sanitaria de todos los ciudadanos presenta desde el primer minuto del confinamiento lagunas que o no se ha sabido o no estaba en la urgencia del momento resolver.
A mayores, sobre todo después del confinamiento de hace un año, la imposición de sanciones se ha ido ramificando en los distintos cuerpos de seguridad y administraciones, de forma que ni siquiera es posible conocer exactamente cuántas se han impuesto, cuántas es posible intentar cobrar aún y cuáles tienen base legal suficiente para prosperar.
Con ser significativo, todo eso no es lo más importante. Demasiado esfuerzo burocrático para escasa recaudación y, sobre todo, efectividad. La realidad muestra que buena parte de los sancionados son reincidentes. Desobedientes por vocación a las restricciones que respetan la mayoría de los ciudadanos y de los negocios para perseguir el bien común. Sería más inteligente, y desde luego más efectivo, concentrar las actuaciones en este grupo de burladores de la norma a los que sale más barato delinquir que cumplir. Y argumentar multas ejemplarizantes, para su actividad y para sus bolsillos, que no dejen lugar a dudas sobre el hecho de que con la salud común y las reglas establecidas no se juega. El fin de las sanciones no debe ser recaudatorio, pero a buen seguro hay necesidades, incluso derivadas de la pandemia, que agradecerían cualquier aportación. Y el castigo a quienes creen que burlar la ley es una opción no debe dejar lugar a dudas. Saltarse la seguridad de todos tiene que salir muy caro.