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En el patio del colegio la vida era de color de rosa. Las amenazas no se remitían en forma de carta con proyectiles, sino que se reducían a la máxima por excelencia de la etapa escolar «te espero a la salida». Entonces, el rumor corría apresurado por los pasillos de piso en piso, levantando la expectativa de chavales de todos los cursos y edades que ansiaban, cual perrillo hambriento, ver dicho espectáculo, puro espartano: una especie de club de la lucha particular conocido popularmente como «movida a la salida». En ocasiones, la última hora informativa llegaba a oídos de algún profesor que, atendiendo a su deber para con los alumnos, intentaba erradicar el enfrentamiento ofreciendo al amenazado un salvoconducto: salir por otra puerta. Solía funcionar bien el primer día, pero simplemente era retrasar lo inevitable. El abusón, gracias a la colaboración cómplice y lameculos de sus chivatos, se enteraba de la estrategia empleada y su cerebro de chorlito comprendía por dónde tenía que tirar para satisfacer su fama de malote y las ganas desmesuradas de ver hostias del resto de estudiantes. Tras una semana agitada de especulación, chismes y cuchicheos, llegaba la pelea del año, que finalmente se resumía en un tortazo que pocas veces se lograba devolver y la posterior marcha fúnebre a casa del perdedor. Días de espera para resolver el asunto en cinco minutos que serían recordados el resto del curso y que dejaban a todos con un sabor de poca cosa. O con ganas de más. Pero la realidad era la que era, y con los años, al rememorar aquellos hechos, todos comprendían que lo que habían presenciado no estaba bien: la víctima era buena persona y el que le había atizado era un pobre diablo que pagaba en la escuela la miserable infancia a la que sus padres le habían condenado desde crío.

El tesoro de la infancia no debería ser vulnerado jamás por las personas que se encargan de la tutela de seres humanos hipersensibles en constante formación y aprendizaje. Mucho menos cuando existe una discapacidad de por medio. «Coser a cintazos» a una niña de seis años es una tragedia cuya huella de por vida será imborrable. Una tarea laboriosa que vendrá marcada por la capacidad de resiliencia y que seguramente necesite de ayuda externa para guiar la posible recuperación. Muchos padres no son conscientes de que todo lo que cuentan, dicen y hacen con sus hijos influye en lo que estos serán el día de mañana. Hasta el detalle más importante o el secreto menos valioso cuenta. Porque somos la suma de todas nuestras experiencias. A veces, inconscientemente, las intentamos guardar en un cajón pensando que podremos vivir en paz. Si no se aborda, el cajón puede romperse en cualquier momento. Y es entonces se desarrollan las peores consecuencias. Hágase la justicia en la Sección Tercera de la Audiencia Provincial.