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El 18 de marzo de 2020, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunció que, tras la pandemia, crearía una comisión para revisar «con rigor» el sistema sanitario. Y recalcó «rigor» como si ese análisis no se hubiera hecho antes o pudiera abordarse de una manera diferente. Lo que el presidente reconocía, sin decirlo, es lo que los trabajadores de la sanidad pública alertan tras años de «ajustes». En esa misma comparecencia, Sánchez dijo que había que «remediar» el retraso de la aplicación de la Ley de Dependencia por sus «largas listas de espera» por una «aplicación insuficiente». El discurso anticipaba lo que han demostrado con crudeza trece meses de pandemia, que la dotación de la sanidad pública es insuficiente para abordar una crisis sanitaria y que el sistema público tampoco se ha ocupado «con rigor» de las personas mayores dependientes, justo las que mayoritariamente viven en las residencias y son las víctimas inocentes e indefensas no sólo de este virus, sino de políticas indolentes. El informe de los gerentes de los servicios sociales sobre la aplicación de la Ley coloca desde hace años a Castilla y León en el primer puesto de las comunidades que mejor gestionan la norma. El observatorio valora el número de personas atendidas en relación a las solicitudes y las listas de espera, pero no analiza si las prestaciones y las ayudas que reciben esas personas son suficientes para cubrir sus necesidades reales. Para eso hacen falta más recursos del Estado y de las autonomías, y no deberían computar como ‘gasto’ una inversión social que mejora la calidad de vida. Tanto el ejecutivo nacional como los gobiernos autonómicos sabían perfectamente el 18 de marzo a lo que se enfrentaban. Y lo sabían porque los informes de la situación de estos dos pilares sociales dormían en el cajón justo debajo de otros más prioritarios para sus objetivos políticos. Eran conscientes de que cuando los hospitales se llenaran y las pocas y insuficientemente dotadas UCI colapsaran y hubiera que echar mano de la Atención Primaria para contener la hemorragia, rastrear, hacer pruebas y, más tarde, inmunizar, no habría de dónde tirar. Entonces apelaron a la «solidaridad» y al «patriotismo», en discursos bélicos que nos colocaron «en guerra» contra una epidemia que se convirtió en pandemia por la fuerza de un virus, pero también por la precariedad de los sistemas públicos, por la insensatez de los negacionistas y el retraso de las medidas, que fueron y son mundialmente desiguales. El virus no sólo se mide por su contagio y letalidad, sino por la resistencia del debilitado sistema público que arrastra a la economía y deja en evidencia lo endeble del sector turístico, al que se fía de nuevo la recuperación y que necesita de otra comisión que analice «con rigor» su situación real. De momento, no hay rastro de informes y sí evidencias de que el virus será un indeseable compañero de vida. De la ciencia y la inversión en I+D+i, si eso, hablamos más adelante. Hay que ajustar las cuentas.