Pobres sin dinero
Hay un abismo entre el propósito felador de la propaganda que rebota el guasá de la oficina del hombre que odia a León y el formulario de la inquisición de los controles. Ahí, en el embudo de conos, metralletas cruzadas, coches patrulla, mitad canción triste de Hill Street, mitad hombres de Harrelson, a los pobres nos asaltan las mismas dudas que al servicio de limpieza del museo de arte contemporáneo de la calle Campanillas. Sabes que infundes sospechas cuando el agente lleva la pericia más allá del minuto y a los relucientes vehículos de ocupantes aseados los despacha con un buenos días, le guarde dios muchos años. Somos pobres, no delincuentes; pobres en coches destartalados, sin relevo ni continuidad del modelo económico que alentamos durante décadas a base de distanciar el débito del crédito, la entrada del buga, la entrada del piso, la entrada del móvil. Ni pobres con dinero, siquiera, de ese estatus social que fundó Pablo Escobar con aquel relato adecuado a la miseria de Medellín entre las caletas atestadas de fajos de billetes de dólares, rumbo a la presidencia de Colombia. Ni el Gobierno se imagina la catarsis que desata en la mente de los pobres un cuestionario indagatorio, cómo puede llegar a remorder la conciencia entre los gilipollas de los mil euros al mes que votan a la derecha, ese patíbulo del sonrojo, con el dónde va, de dónde viene, dónde tiene el domicilio. En ese minuto largo, el pobre que flirteó con la delincuencia al piratear el interludio de la Mayéutica de Robe, que emplea para animar la soledad en la berlina de prestaciones caducas como las teorías de Piketty, imagina la cantidad de casas que puede ocupar, los fardos que puede mover, mientras se somete al test de la máquina de humillación bajo el hilo musical de la entrevista de la tele pública a Monasterio; casi sin mirar, mientras la autoridad intuye que no eres más que un puto pobre que confirma la sospecha que infunde allá por donde va. Pobres en tartanas. Soy pobre, no enfermo, se quejó con amargura el joven apocalíptico que asaltó las dependencias de Isabel II, para poner a la reina al tanto de las consecuencias del laborismo que Thatcher trató de corregir a base de la terapia de choque del socialismo o libertad. Hasta Felipe toma partido, aunque con eso no logre hacer olvidar la salvajada que ordenó en Riaño.