El lavadero
La destrucción inútil, avara y de no poca irresponsabilidad de las instalaciones de la Hullera Vasco Leonesa rompió un resquicio, aunque pequeño, de futuro a la comarca. Lo avalaba en su momento un informe técnico que sopesaba racionalmente tales argumentos, que se pasaron por el forro de quién sabe qué paño. Y no pasó nada, bendiciones, aplausos o silencios en todo caso. Aunque quedan algunas, pocas posibilidades —ese proyecto de Mina Verde parece tener anclaje—, hay un aliento emprendedor que invita al optimismo. A cierto optimismo, que no es poco, en estos momentos de dudas y empobrecimiento para los de siempre, naturalmente. Otros desmantelamientos, necesarios algunos en cierta medida —otros fueron liquidados sin piedad— borraron la huella de referentes o testimonios de lo estrictamente sentimental, pero histórico, en el sentido, al menos, de borrar unas formas de vida que, para bien o para mal, son nuestras. Tal es el caso del lavadero que, en esa misma zona, se levantó entre Santa Lucía y Ciñera, aprovechando el agua de la Fuente del Monte, y que el trazado de la nueva carretera lo llamó a mejor vida. Supuso, sin duda, un avance notable, al evitar algunas inclemencias como el agua, la nieve y una menor exposición al frío y el sol. La memoria de varias generaciones que están llegando a los confines de la desmemoria definitiva aún sitúan tales labores en el río: filas de mujeres, con cajones de madera para salvar rodillas y humedades, con la tarja sobre el cauce y frotando en ella la ropa con aquel jabón Lagarto o de fabricación casera. Se añadía, en este caso, la ropa de la mina, que no es asunto menor. Y la puja, sobre la cabeza habitualmente, de aquellas cestas y baldes de cinz colmados que a la vuelta se hacían más pesados por la humedad, a pesar de los múltiples retorcimientos. Prados y tendederos cercanos, generalmente aprovechando postes o árboles, y cuando el tiempo lo permitía, exponían a la consideración la humildad de la blancura fortalecida por el azulete.
En fin, los intentos por no dejar rastro —¿en nombre de qué pretendido progreso?— sigue con las uñas afiladas. El mayor dolor es que el óxido del olvido se cierne sobre varias generaciones de mujeres a las que la historia no ha hecho justicia. En pocas ocasiones, pero en estas con cuánta razón celebraron la llegada de lavadoras y fregonas. El salto era gigantesco, pero aún quedaba, y queda, mucho camino por recorrer.