El tocino y la velocidad
Ahora, con el operario que trae la notificación, llegará también el dinero para pagar la multa. Si la receta es por circular a más de treinta por hora, se cierra el círculo de la transición, y el reto demográfico, el gaudeamus de la alerta antifascista que ya hace tiempo revolotea nuestras cabezas con trinos alusivos a la polisemia de la libertad y el campo semántico del libertinaje. Al volante, con perspectiva ideológica, en otra vuelta de tuerca del gobierno que siempre encontrará una solución para justificar un problema, santo y seña del socialismo ortodoxo. El problema del impuestazo al diésel, el diésel de fachas y pudientes, el diésel de tabernarios, se contiene con un poco de solución impositiva para que el pie derecho (el derecho tenía que ser) no dé cabezadas en el acelerador. A treinta por hora parece la tesis de aquella asignatura fullera que se sacó el zapaterismo tardío de la manga, y que consistía en rebajar la velocidad en las autovías a ciento diez kilómetros, con el fin de ahorrar disgustos a la balanza comercial del país, y una pasta gansa al bolsillo del contribuyente. A menos velocidad, menos consumo; se desconoce el beneficio colectivo del caso, indiscutible para la cuenta de resultado de la empresa que imprimió las pegatinas que cambió la serie de las piruletas; también cerraría el círculo que la misma factoría de ideas facilitara la nueva señalización. Coincidencias, como los diseñadores de la vieja integración ferroviaria leonesa en el boceto del nuevo Torneros. A treinta parece poco; muy poco; hasta para bajar la ventanilla y dejarse abanicar en medio del paso cansino y el ritmo mastodóntico general que imponen los boletines oficiales de la administración, que sólo parece apurada con las prisas por mondar a impuestos al contribuyente. A treinta es otra disculpa para el desaliento de aspirantes al permiso de conducir. El último corsé a la herramienta que más libertad transportó en la modernidad se llama a treinta. A treinta sofoca el sol de junio y arruga la lavadora las prendas delicadas. A treinta es el fin y el medio para lograrlo. A Marinetti lo colgarían en una calle de un carril, por aquel atrevimiento de incorporar la velocidad a la lista de bellezas que enriquecieron el mundo. A treinta, el tocino no llegará jamás a torrezno.