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Me siento al volante. Arranco el coche. ‘Atención a la velocidad’, dice un cartel amarillo. Y comienzo a conducir sin sobrepasar el límite de treinta kilómetros por hora; una medida que busca reducir los atropellos mortales, la contaminación, y hacer más habitables las ciudades para los peatones. El tiempo en el que el automóvil condicionaba el crecimiento urbano se ha terminado. Y pronto habrá que pagar un peaje para circular por las autovías.

El motor se mueve a bajas revoluciones. Salgo de Ponferrada y tomo la carretera de Montes de Valdueza, sinuosa como una culebra enredada en el valle del río Oza. La carretera es estrecha. Las señales advierten a los conductores, escasos, del riesgo de desprendimientos. Y en algunos tramos, las curvas son tan cerradas, y es tan limitada la visibilidad, que lo prudente es tocar el claxon por si a la vuelta aparece otro coche de frente.

Circulo por la Tebaida berciana, el hogar de los ermitaños, la cuna del monacato medieval, y voy al Monasterio de San Pedro de Montes. En cuarenta minutos recorro una distancia que en la época de San Genadio, cuando los viajes se hacían a pie, o en carro, o en mulo o a caballo, se alargaba durante una jornada a lo largo del río y en las faldas de las montañas.

El Monasterio de Montes ya no es una ruina romántica, con los muros de piedra invadidos por la hiedra. Ahora es un espacio cultural, con la galería oriental restaurada, y quizá con el tiempo también se convierta en un lugar de alojamiento, un rincón donde meditar.

El cenobio, que estuvo abandonado después de mil años de historia, acoge la presentación de una herramienta tecnológica para inventariar el patrimonio de la Tebaida. Y por primera vez, el acto se retransmite desde allí «a todo el mundo» a través de internet, resaltan los organizadores.

Terminan las declaraciones. Abandono el monasterio. Y en el aparcamiento, frente a un paisaje monumental, observo otra vez la pantalla de mi teléfono móvil, equipado con tecnología Android. ‘Fuera de cobertura’, me avisa. Entonces me siento al volante, arranco el coche, no veo ningún cartel amarillo, y comienzo a descender muy despacio por la carretera llena de curvas, dispuesto a disfrutar por primera vez en toda la mañana de la conducción.