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«Pedro Sánchez es Pedro Sánchez». En el Palacio de La Moncloa gusta resumir con esas cinco palabras su determinación de resistir. El presidente, sin embargo, vive el momento más delicado de su mandato. Y lo exterioriza sumando actos teatrales, esos tremendos espectáculos propios de la maquinaria propagandística que rodea al sanchismo. Pero su entorno da muestras del miedo al cambio de ciclo que apuntalan todas las encuestas. Les preocupa, por descontado, la capacidad del PP para aglutinar el voto del centro-derecha, pero también que su fortaleza demoscópica atraiga a ciudadanos que, sin sentirse cercanos a la órbita popular, deciden mirar hacia ese lado y descubrir a Pablo Casado. Y eso, susurran, puede suceder. Es más, ven que ya está pasando.

Aun así, el líder del principal partido de la Oposición no debería dar por muerta la legislatura. Él mismo se ha reconocido en más de una ocasión en desventaja ante Sánchez. «Yo no sé jugar a sus cartas», ha llegado a confesar Casado. Lógico, es un tahúr de la política. Todos los pasos del presidente y sus mundos virtuales están destinados, dicho sea en corto y por derecho, a insuflar vida a su tinglado. Sólo le importa él mismo. La prueba más evidente en estos últimos días es el empeño de sus colaboradores más estrechos en negar la amenaza de una nueva ruptura del orden constitucional con la formación de un gobierno catalán tras la alianza de ERC, JxCAT y la CUP. «No resulta creíble». Así lo vienen zanjando los guionistas presidenciales, deseosos de creer que Pere Aragonés aprovechará su primogenitura en el campo secesionista para marcar perfil propio ante Carles Puigdemont.

Está claro que Sánchez está decidido a abrir el cajón y entregar a Aragonés el regalo de los indultos a los líderes separatistas del golpe de estado del 1-O. Un obsequio comprometido una y otra vez en conversaciones privadas que, según cree La Moncloa, les asegurará como contrapartida los votos que hagan viable la «estabilidad parlamentaria» en Madrid. Los indultos son la zanahoria para tener su apoyo. Aunque Sánchez nunca ha tenido garantías de ello. Y sigue sin tenerlas. Es, simplemente, su bala de plata. La concesión de la medida de gracia tan tóxica va hacer estragos en el electorado socialista y volverá a poner de manifiesto que los barones territoriales van por un lado y el presidente del Gobierno por otro. «Queda un mundo», se consuelan en el núcleo duro del presidente, «hasta que se celebren las generales».