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Fomento anunciaba la semana pasada el final de la rehabilitación de Nueva Julia, veintitantos millones de euros que hemos pagado entre todos porque, entonces, hubo algunos que prefirieron cerrar los ojos ante la violación de la ley. El propio Victorino Alonso lo dijo en el juicio de la Audiencia Provincial, que los técnicos de la Junta de Castilla y León visitaban el cielo abierto en pareja y nunca tuvieron nada que objetar a las explosiones. O sea que, al revés de lo que suele ocurrir, ocurrió que cuatro ojos vieron menos que dos o lo vieron tan bien que prefirieron callar en comandita. Ahí estaba el letrado del ente autonómico, chitón a lo que dijera el sheriff. Fue un bonito juego de naderías que comenzó Alonso con un monólogo — «No sé que hago aquí; bueno, sí lo de siempre»— antes de preguntar la razón por la que no estaban junto a él el director de la explotación y el ingeniero jefe. Después, ya, lo de siempre y lo de siempre es que no se acuerda, no sabe y no sé a qué se refiere, que remató con la declaración final: «Yo de esa compañía solo tenía una acción de 0,10 euros». Como lo de la moto pero en versión siglo XXI.

Pero tenía razón don Victorino. El banquillo estaba demasiado vacío aquel día y los responsables que hicieron la vista gorda —no me refiero a los funcionarios, aunque también— ante la destrucción medioambiental tendrían que responder por no mandar parar. Fueron subsidencias, políticas y económicas, larvadas al calor del dinero. Queda un territorio desolado que tardará decenios en recuperar su estado primigenio. Porque, no nos engañemos, poner verdín sobre el escombro —ay las declaraciones de los alcaldes— no es regenerar. Ahora que todo ha pasado pueden regresar y visitar el Feixolín o Nueva Julia o la Gran Corta de Fabero y luego reflexionar si toda esa cultura minera que en los últimos treinta años hizo a toda la sociedad rehén de una mentira mereció de verdad la pena. Miles de millones para un mineral invisible y una sociedad cada vez más enferma. Eso fue todo.