Cintas amarillas en la maleta
La noche del ocho al nueve de mayo se convirtió en un gran jolgorio, como si el mundo, detenido, comenzase de nuevo a girar, cuando no otra cosa era en realidad más que el fin del estado de alarma de esta pandemia que nos mantiene en vilo. Lanzar fuegos artificiales a los aires de la noche no deja de ser un brindis a nadie sabe qué, una irresponsabilidad ciudadana, nuestra. Tenemos todos ganas de redescubrir el mundo. Seguramente volverá a sonar el verso de Pereira Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos. Y como el parroquiano: «Es un buen empiece, poeta. Pero ahora, qué». Se empezará de nuevo a contar historias, olvidadas algunas, nuevas la mayoría, insuflando aliento a los espíritus decaídos. El viaje es descubrimiento y seguramente los aeropuertos, prohibidos hasta ahora en buena medida, empezarán a levantar el vuelo. Hay ganas de viajar. Pienso —cada cual recurre a sus pensamientos y experiencias— en esa cierta inquietud que en los aeropuertos produce la espera de las maletas, en algunos de manera especial. Siempre cree uno que, en el peor de los casos, la suya será la última. Y si no llega, mientras la cinta sigue repitiendo el recorrido, piensa en cómo se las arreglará sin ella, al menos durante un par de días. Hay cierta sensación de calor, cambias de sitio una y otra vez, sin perder de vista, eso sí, la boca que vomita la más variopinta muestra de equipajes.
Aparece, al fin, la última, como sospechaba. Pero inconfundible, de color gris oscuro, y sobre todo con sus cintas amarillas bailando al aire del ritmo que marca el traqueteo del transporte de recorrido reducido. Me alegra el corazón. Lo de las cintas amarillas fue idea, o consejo, nunca se sabe, de una mujer que habita una ciudad colombiana en los confines del mundo, como salida de una novela de García Márquez, acaso en Macondo. «El amarillo —dijo— es color sagrado, símbolo de la actividad y la intensidad, también de la dispersión y el aire, el color del sol que llega de tan lejos…». Ni una palabra. Desde entonces, mientras espero, me consuela el recuerdo del escritor colombiano, y no sé por qué, de José Arcadio Buendía. Y cuando aparece la maleta con sus cintas amarillas, pienso en aquella mujer radiante, hermosa, llena de misterios. Llevo un juego de repuesto en la maleta. Otra mujer que quizá lleve sus propios lazos amarillos en el pelo. O en el alma. Quién sabe. Los aeropuertos se abren ahora a los sueños