Esa tozuda llama
Lo recuerda Peter Brown en un pasaje de su libro El mundo de la Antigüedad tardía, reciente y oportunamente recuperado por la editorial Taurus. De no haber sido por la diligencia de un puñado de eruditos bizantinos de los siglos IX y X, a partir de cuyos manuscritos se fijaron los textos que hoy manejamos, el grueso de la obra de autores como Platón, Euclides, Sófocles y Tucídides habría desaparecido sin dejar rastro. Hubo un tiempo, después del derrumbe del imperio romano de Occidente, en el que las tierras que hoy habitamos quedaron sumidas, si no en la tiniebla más absoluta, sí en una penumbra en la que el erudito Isidoro de Sevilla, nos cuenta Brown, contemplaba la sabiduría clásica como una franja de azules colinas en el horizonte. Son muchas las veces que la civilización y la cultura han estado en riesgo, y no siempre han conseguido salir airosas. Anota Brown que hubo un tiempo en que floreció en Afganistán, donde hoy el fanatismo talibán sigue sosteniendo su entusiasmo culturicida, una escuela greco-budista de gran sofisticación: lo prueba el hallazgo en las inmediaciones de Kabul de los decretos de un monarca budista traducidos a un griego impecable.
El saber, la filosofía y la reflexión han pervivido por la diligencia de un puñado de eruditos bizantinos
Y sin embargo, esa llama tozuda del saber, la filosofía y la reflexión sensible y ponderada sobre la existencia, aunque extinguida en algún caso y alguna medida, aquí y allá, ha pervivido para llegar hasta nosotros. A veces, gracias a más insospechadas alianzas: parte de ese legado helénico que preservaron los bizantinos nos acabó nutriendo a través de los árabes, quienes heredaron a su vez el poderío de los persas, que siempre habían sido acérrimos enemigos de los griegos. Esa antigua luz nos ilumina cuando nos asalta, como de cuando en cuando nos sucede, la tentación de dejarnos ir por los precipicios de la insensatez y la barbarie.
Gracias al temblor testarudo de la llama del humanismo, puede recoger Brown lo que uno de los grandes gobernantes de Bizancio, el emperador Anastasio, les dijo a unos sacerdotes que fueron a verle con el ánimo de convencerle de reprimir a los que no comulgaban con sus ideas religiosas: que no era ocupación suya declarar fuera de la ley a la mitad de su imperio, menos aún imponer el punto de vista de una facción sobre los del resto, y que antes bien debía encontrar una fórmula para que pudiera combinarse la variedad de las creencias que se sostenían en sus dominios. Ya podría su lucidez, que ha atravesado los siglos, alumbrar a todos los que hoy, entre nosotros, abrigan la oscura esperanza de someter a todos los que no piensan como ellos.