Diario de León

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Pienso que el país, hecho jirones en tantas aspectos, tiene problemas mucho más serios que planificar el futuro del Valle de los Caídos o prohibir la apología del franquismo, cuestiones que sin duda van a ser mucho más complicadas de resolver de lo que algunos en La Moncloa se plantean. Una vez dicho esto, reconozco que soy más bien favorable a la aprobación de una ley, que ojalá fuese más inclusiva, de memoria histórica, o democrática —¿importa el nombre?—, encargada de restituir ‘a posteriori’ una justicia a todos aquellos que fueron asesinados vilmente, al margen de cualquier justicia mínimamente decente, durante y tras la guerra civil.

No. Franco, que dio el visto bueno a miles de asesinatos dictados entre 1939 y 1943 por tribunales incapaces en condiciones inicuas, no merece mi reconocimiento, sino todo lo contrario. Y las barbaridades del otro lado ni justifican ni atenúan tan brutal culpa del llamado Caudillo. Pero eso no significa que la Fundación que lleva su nombre pueda o deba ser ilegalizada, ni que se multe a quien pretenda enaltecer la memoria del dictador. Y creo que tienen razón los juristas, algunos en el Consejo del Poder Judicial, que piensan que reprimir la apología del franquismo sería ir en contra del precepto constitucional que ampara la libertad de expresión.

Lo que no acabo de entender es la urgencia de la iniciativa legal ni la pertinencia del debate.

No, no estamos en el revisionismo, como pretenden algunos sectores cercanos al Gobierno de Pedro Sánchez, porque a un ex ministro de UCD que luego se ‘reconvirtió’ en Vox y ha acabado en las filas del PP, por cierto para perjudicarle, se le haya ocurrido decir que aquello de 1936 no fue un golpe de Estado. Pues claro que lo fue, y no me parece que hagan falta grandes leyes de memorias para certificarlo. De lo que sí estoy seguro es de que una ley de memoria histórica, o democrática, tiene que ser fiel a su propia denominación, y no permitir que los hoy vencedores reescriban a su modo la historia que con tanta parcialidad redactaron los que a sangre y fuego ganaron antaño. Como si no hubiese cosas más urgentes que andarnos tirando —ah, la maldición de Bismarck...— la historia, o la democracia, a la cabeza, una España frente a la otra, de nuevo.

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