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Las imágenes son muy importantes: un Congreso prácticamente vacío mientras la ministra de Sanidad decía «urbi et orbe» que las mascarillas «siguen siendo obligatorias», después de que el Gobierno aprobara el decreto de «mascarillas fuera».

No es la única imagen de este julio en la recta final: el crecimiento de los contagios por la variante delta; la crisis turística cada vez más pronunciada; la subida, imparable y difícilmente soportable para los consumidores, de la electricidad, el gas o los carburantes, también de los alimentos; el enquistado conflicto de la renovación del Consejo del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional y la nueva llamada de atención de Europa; el aval de la Generalitat a los que han delinquido; el crecimiento récord de la deuda pública; la rebelión de los interinos, insatisfechos por el parche y no la solución a sus problemas; la falta de vacunas o, al menos, la carencia de una estrategia para acelerar la vacunación... No es verano para la calma y el descanso.

No hay ningún sector de la sociedad española que no esté en tensión. Pero, seguramente, son los jóvenes los que van a pagar más cara la pandemia y la salida de la crisis. Ahora mismo, más de la mitad de los nuevos contagios son de personas menores de treinta años y, sin embargo, son los jóvenes, en toda Europa, pero especialmente en España, los que están a la cola de la inmunización. No es fácil entenderlo. Tampoco es fácil comprender cómo son los jóvenes y hasta los adolescentes los que no respetan el toque de queda, donde se ha impuesto, los que siguen montando fiestas y botellones multitudinarios y enfrentándose a las fuerzas de seguridad en muchos casos de forma violenta.

Javier Quintero, jefe de Psiquiatría del Hospital Infanta Leonor de Madrid apunta que la quinta ola «es el resultado de haber dado cifras a los jóvenes y no muertos», de haberlos encerrado, primero, y soltarlos en estampida, después; de transmitir que como los mayores ya están vacunados, no hay riesgo. De haber ocultado las imágenes de la realidad. O les convencemos de que cambien sus hábitos o el próximo curso puede ser dramático. Y eso hay que hacerlo en la familia, la primera escuela de todos los jóvenes.

Pero hay algo más. El panorama de futuro de los jóvenes, además de las limitaciones de la pandemia, es desolador: paro, precariedad, incertidumbre, imposibilidad de independizarse, de crear una familia, de tener hijos, con un mundo acechado por el cambio climático, una política en la que no creen y en la que no participan.

Los expertos les dicen que tendrán que pagar más impuestos para pagar la deuda que les estamos dejando los mayores.

Los jóvenes españoles, la mayoría, no viven mal, pero, seguramente vivirán peor según vayan creciendo. Dicen que es la generación mejor formada de la historia —tengo mis dudas— pero seguramente esos instrumentos no les conducen a una vida mejor sino a una precariedad permanente y al desencanto con la sociedad en la que viven.

Cualquier Gobierno, de derechas o de izquierdas, debería plantearse un Pacto de Estado sobre los jóvenes: la mejora real de la educación que reciben, basada en el esfuerzo y no en la rebaja de los niveles; becas y préstamos para estudiar y devolver cuando se tiene un trabajo estable; el acceso a la vida laboral y a la formación continua; la oferta de beneficios para independizarse; las facilidades para la adquisición de vivienda y para la maternidad cuando toca y no a partir de los 35. En la ciudad y en el campo. Un Pacto por los jóvenes, pero, sobre todo, con los jóvenes.

Si no hacemos esto, los niveles de paro juvenil después de la pandemia no serán el doble de los que hay en Europa, como ahora, sino una fosa sin salida. Es una inversión y no un gasto. Y para eso deberían servir también los fondos de la Unión Europea.