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Fue al regreso de un funeral. Atravesamos una carretera flanqueada por campos verdes de maíz. Una cierta sensación de frescor invadía el viaje a pesar de la hora del calor. Los aspersores nos regalaban un respingón de lluvia artificial a cada paso. El Páramo ha sabido sacar lo mejor de debajo de aquellas pobres tierras desde que el agua del Luna bendijo sus surcos.

Veníamos de un funeral y yo pensaba en los recuerdos robados por la pandemia. No porque el virus nos haya hecho perder la memoria —aunque parece que este puede ser uno de los síntomas del covid persistente— sino porque nos ha privado de vivencias y contactos que no podremos recordar nunca.

El duelo, una costumbre sagrada por encima de religiones, fue aniquilado. Poco a poco recobramos la costumbre de acompañar a las personas que sufren una pérdida. La pandemia ha sido un duro golpe para la vida comunitaria y la cohesión familiar en torno a ritos vitales y fiestas. De modo que la pandemia nos ha mermado individualmente con unas cifras brutales de mortalidad que recibimos a diario como un goteo que nos anestesia. Nos ha dañado socialmente alejándonos unos de los otros con la distancia de seguridad que merma el contacto y la empatía.

Por eso es admirable observar el despertar de la gente en pequeñas acciones como turnarse para enseñar a los turistas la Casa del Humo en Lois, limpiar de malas hierbas las ruinas de una escuela en Trascastro de Luna, sentarse a intercambiar ideas sobre el futuro de un pueblo de la vega del Esla, organizarse para evitar que los macroparques eólicos acaben con el paisaje en La Cabrera...

Mucha gente ha hecho hacenderas en los pueblos este verano sin que ninguna autoridad tocara a concejo. Es una lástima que una institución tan genuina de la cultura leonesa fuera manchada en Villadangos del Páramo con una reunión para votar si las familias de las personas fusiladas en el monte de esta villa, hoy próspero polígono industrial, pueden rescatar a sus muertos y cerrar un duelo de 85 años. Y que el concejal Alberto González, que dijo haber hablado con la Secretaría de Estado de Memoria Histórica, no haya aclarado con quién habló o por qué mintió. Son demasiados los silencios que hay en esta villa del Páramo. Y los que han arropado el desaguisado con más silencio.

Una conjura que las familias de las víctimas han roto con su empeño en desenterrar y despedir a sus muertos como quieran. Sin que les roben el recuerdo, como le ha sucedido a Rufino Juárez García, que se ha ido a la tumba antes de poder depositar en ella los restos de su padre fusilado una noche de octubre de 1936 en el monte de Villadangos.