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La gastronomía es una afición de gentes bien comidas. Igual que a una cata de vinos no se va con sed sino con apetito de sorprender a los sentidos, lo más normal cuando se acude a un restaurante es hacerlo con ganas de comer. Lo de contemplar la belleza de un emplatado tiene un pase a los postres, cuando el ojo está lleno y la tripa ya no aúlla, y todo el cuerpo está mucho más predispuesto hacia el estímulo ornamental y al aplauso por la aparición aunque sea de un humilde flan con nata. La disposición de los alimentos, el contraste entre ellos y el manejo de los tiempos, las explosiones de sabores y toda la fanfarria nominal tipo «pétalos de rosa sobre piedra del Teleno» igual nutren el espíritu, pero la barriga la dejan más bien fría. La estética, ya decimos, es asignatura de estómagos satisfechos.

Satisfacer los anhelos primarios, admitámoslo a regañadientes, es la herencia animal e insoslayable que llevamos dentro desde nuestro salto de simios a hombres, nuestro imperativo categórico para sobrevivir. Pero tampoco son demasiadas esas exigencias: comer, dormir y muy poco más, sobre todo si usted ya ha dejado atrás la mocedad y forma parte de esa mayoría de edad evolucionada a la que el afán reproductivo le queda tan lejos como la vergüenza perdida con el primer beso. Por ese «muy poco más» hay quienes la lían parda, que ahí está Troya, pero en general los adultos, al paso de los años, se conforman con los placeres más a mano de dormir menos y comer más.

Comer más y mejor, se suele añadir, cuando precisamente los cuerpos empiezan a perder la prestancia que alguna vez tuvieron y comienzan a desbordarse por sus costuras. Los efectos del tiempo, claro, que no perdona, pero también ese afán arqueológico de intentar meter en cintura a las carnes, deteniendo su natural declive de imperio que se expande a base de comistrajos sanos, a los que el metabolismo proletario que tenemos de nacimiento, por muy naturales que sean, no acaba de sacarles todas sus virtudes. Semillas, algas y otras tiernas hojas, sin un largo entrenamiento rumiante, nos cunden menos que un solomillo. Además, nuestro estómago alienado se resiste a mirar lo que engulle y a dejar de dar gusto al avaro cuerpo, por lo que no vamos a decir que comer con mala conciencia engorde, pero sí que son peores las digestiones.